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Crítica:MADRID EN DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Otoño en La Boca

La estética arrabalera (que no tanguera en particular: ésa es otra) tiene su punto culminante en el barrio bonarense de La Boca, hoy día más decorado turístico que otra cosa pero con mucha solera en sus entraña, y para estudiosos de aquí y de allá, génesis de lo porteño; ese costumbrismo pícaro, marginal y colorista, hecho de emigraciones y duermevelas, con personajes de pinceladas gruesas y hasta tardoimpresionistas, tal como los concebía Quinquela Martín en sus pinturas, es lo que inspira este irregular y ambicioso espectáculo con estructura de musical modesto y con retratos de arquetipos populares, a los que los bailarines dan vida y respiración.

Y es que La Boca es en sí mismo un argumento precioso y vital (está citado en clásicos como el Adán Buenosayres, de Marechal; lo mira de lado Eduardo Mallea; lo glosa Orlando Barone en La Boca del riachuelo) que aquí se plasma en un baile acrobático, no demasiado limpio ni pulido, abigarrado innecesariamente y que llega a sus momentos felices cuando, sin más, las parejas se enfrascan en milongas o en el baile negro (que, por cierto, comparte toque, metro y clave con el guaguancó cubano: así se oye y siente). Hay también en el material coreográfico un trufado balletístico excesivo, casi siempre coral, que extraña las raíces estilísticas y rítmicas, las deforma en lo visual con saltos, giros, hasta fouettés.

Compañía Rea Danza

Buenos Aires... el cielo: Coreografía: Diego Arias. Música: Ariel Hernández (Conjunto Che Camerata). Escenografía: Juan Arias. Vestuario: Norma García. Luces: Antonio Arrabal. Sala Fernando de Rojas, Círculo de Bellas Artes. Madrid, 17 de abril.

Hay cuadros agradables de ver (la llegada y lucha de los "guapos" de inspiración napolitana, las faenas cotidianas, la fiesta), y la idea de hacer un decorado realista figurando murales polícromos y tejadillos que arropen a la danza vernácula, es positiva, tiene un cándido aire evocador. El problema llega en cómo eso se articula cuando hay demasiadas maniobras para tan poco espacio escénico; la ropa no ayuda, que con sus pretensiones filológicas y gardelianas interrumpe el baile, lo enturbia. El tango tiene su poder escénico propio, su discurso, y hay que dejarlo fluir, limpiarlo, para que el espectador lo goce en su complejidad y sus mensajes del gesto y el paso: un poco más de esos bailes en su entereza habría venido muy bien, y parece que estos artistas pueden hacerlo. Con una amplificación feroz y desproporcionada, el quinteto de instrumentistas desgranó buena música, aunque con los interludios de refresco demasiado largos, apiñados en un ángulo discreto (es hora de pedir que se repare el daño de ese proscenio postizo y modernizante, añadido cruel a la arquitectura de la sala, que se amplíe la escena con otros medios actuales, practicables y respetando el dibujo original, que sus valores tiene).

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