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Columna
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Conmemoración

A las minúsculas aflicciones de la vida cotidiana que entorpecen nuestro trabajo, enturbian nuestra razón, agrian nuestro carácter y merman nuestra salud, ha venido a sumarse este año el cuarto centenario de la publicación del Quijote. Por regla general, las efemérides de tipo artístico, religioso o patriótico interesan a quien interesan y no hay motivo alguno para imponérselas al resto de la población, a menos que previamente se haya convocado un referéndum. En el caso que ahora nos ocupa, la celebración no beneficia a casi nadie e incomoda a casi todos. Algunos editores venderán, no sin riesgo, unos cuantos ejemplares de la obra, y a quien sea avispado y se lo trabaje, igual le cae una pequeña subvención de aquí o de allá. Pero si mis cálculos no fallan, la rentabilidad del acontecimiento es baja, sobre todo comparada con las de años anteriores, de feliz memoria. A cambio de esto, y para el resto del común, lo dicho: un verdadero moscardón cultural. Los especialistas y eruditos gozarán de un efímero y magro protagonismo que les beneficia poco, les estorba mucho y puede desembocar en demencia pasajera. Los profanos, peor: unos, porque no han leído el Quijote y han de cargar con la mala conciencia; otros, porque lo leyeron en su día y preferirían que se les dejara en paz. La obra en sí no mejora ni empeora, pero corre el riesgo de hacerse antipática o convertirse en algo banal. Y, por supuesto, Cervantes ni se entera.

Sin embargo, no todo es negativo para quien sabe ver el lado bueno de las cosas. Por primera vez, en el resbaladizo terreno de los hechos significativos, estamos celebrando la publicación de un libro. La simple aparición de una buena novela. Nada más. Por lo que llevo oído, visto y leído, ni el más conspicuo carca ha desenterrado el apolillado estandarte de la identidad nacional. Ni una referencia a la esencia de lo español. Ni siquiera don Miguel de Unamuno ha sido llamado a escena.

Tal vez, después de tanto tiempo, se hará realidad el lema de despensa, escuela y siete llaves al sepulcro del Cid, que propugnaba para remedio de todos nuestros males Joaquín Costa, cuyo centenario, por cierto, tendríamos que empezar a preparar ya, si no queremos que luego se nos eche el tiempo encima.

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