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Columna
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Encantamiento de un Imperio

Hasta el 18 de septiembre estará abierta al público en el Guggenheim la excepcional muestra El Imperio azteca. Las 472 piezas exhibidas corresponden al período final del mundo indígena, antes de la llegada de los españoles al llamado Nuevo Mundo.

La suma de lo visto contiene un halo de encantamiento. Participa de ese halo la ingente variedad de sus propuestas, sean formales o materiales. En lo material, ahí está ésa poco menos que torrencial exhibición: piedras de numerosos colores, arcillas, basaltos, oro, alabastro, madera, cerámica, conchas, obsidiana, turquesas, cobre, pedernal, resinas, estuco, pigmentos múltiples, asta de venado, jade y más y más y más. En cuanto a lo que atañe a la forma no tiene límites; va desde el aspecto naturalista hasta el ornamental; en medio y a un lado y otro de esos extremos surge lo sagrado, lo humorístico, lo cotidiano, el culto a la guerra, a la vida, al amor, a la búsqueda de lo eterno y, al mismo tiempo, al deseo de enfrentarse con la sonrisa en la boca hasta el umbral de la muerte misma.

Son formas llevadas a la escultura, a los relieves o a los instrumentos y joyas o simples objetos domésticos, donde nada choca, desentona o chirría. No hay una sola línea ni un sólo volumen que sobre. Nada es prescindente. Todo tiene un equilibrio sabio, porque las manos que laboraron cada una de las piezas poseían un dominio artesanal fuera de lo común. En ese Imperio azteca, imperaba el buen gusto artístico; tenían un gran sentido de los ritmos formales. Por otra parte, no podemos dejar de mencionar algo fundamental, como es su desbordante imaginación.

Debido a esa imaginación vienen a nuestra imaginación, en primer lugar dos ismos, que fueron santo y seña del siglo XX, como son el expresionismo y el surrealismo. En segundo lugar, algunas obras de Picasso, Modigliani, Brancusi, Henry Moore, John Davies, Zadkine, Dubuffet, Boccioni nos recuerdan a derivaciones o a concomitancias de piezas que hemos visto en esta muestra mexicana. Cierto que son unos leves destellos, pero destellos son.

Como un encantamiento adicional, vale la pena reparar en los nombres dados a obras, lugares y dioses. Desde nuestro idioma mismo o desde cualquier otro idioma resultan tan fonética como gráficamente espectaculares. Vean y emitan para sí este racimo de nombres: Chalchiuhtlicue, Tláloc, Xólotl, Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, Ehécatl, Xipe Tótec, Xochipilli, Tepetlacalli, Xiuhmolpilli,... ¿No es de una belleza fascinante? ¿No es un inclinarse ante la palabra como cuando el indígena se inclina ante el paréntesis nocturno?

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