Gays en Tierra Santa
Justo el día anterior a la muerte de Karol Wojtyla se podía leer, en la sección internacional de este periódico, una noticia que mostraba de manera singular cómo refulge en ciertas ocasiones el espíritu ecuménico. Pues no es fácil comprender cómo éste puede salvar el obstáculo epistemológico derivado de que cada una de las grandes religiones monoteístas se considere a sí misma verdadera. No poca cosa, por cierto, pues si una fuera verdadera para las otras quedaría reservado el inconveniente papel de erróneas o engañosas. Porque "verdad" -a diferencia de "corrección" o "validez"- es una noción tan exigente que con facilidad se troca en intransigente. A no ser que nos deslicemos por la suave senda del relativismo moderado, cada vez más inevitable. Quizá por ello el ahora decano del colegio cardenalicio, Joseph Ratzinger, en tanto responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya avisara contra "la falsa tolerancia" y las "teologías relativistas" en su Dominus Jesus de septiembre de 2000. Con todo, cuando no se trata de las abstrusas nociones de la teología o de la administración de las llaves y misterios del más allá, sino de lo terreno, demasiado terreno, surge aquel espíritu y la palabra de Dios es sólo una, aunque en rueda de prensa coralmente interpretada.
Así ha ocurrido con motivo de la convocatoria de un festival internacional (Orgullo Mundial 2005), de diez días de duración con multitudinario desfile incluido, convocado en defensa de los derechos de los homosexuales por la organización Casa Abierta de Jerusalén. De manera que, con documento unitario y comparecencia común, el patriarca latino, los rabinos de la corriente ashkenazí y sefardí, el patriarca armenio y el asistente del muftí de la muchas veces santa ciudad, han pedido al Gobierno israelí que prohíba semejante congregación. Que los comulgantes en prohibir adviertan que el desfile "puede provocar desórdenes públicos e incluso un derramamiento de sangre", no es ya irritante, sino grotesco. Pues las religiones han sido y son allí -como en tantos otros lugares- no sólo la consentida materia prima simbólica de los procesos de etnificación y construcción de la identidad nacional de unos contendientes que se agotan en una sangría inagotable, sino motivo directo de enfrentamiento cuando de la administración de los Lugares Santos se discute.
Todo este embrollo, además de manifestar cómo las iglesias llegan a un rápido acuerdo si se trata de amargar la vida a los que con naturalidad no participan de su concepto de "lo natural", muestra hasta qué punto las tradiciones son una trampa que a menudo constriñe la libertad de las personas para decidir sus opciones. Lo cual también refulge de tener en cuenta las diferentes topografías sacras de una ciudad que sin duda posee una considerable densidad en tan laberíntico asunto. En la zona del Monte Moriah los hebreos sitúan el Templo construido por Salomón en el lugar donde se afirma que Abraham condujo a su hijo Isaac para sacrificarlo; mientras que, para los musulmanes, precisamente en ese punto, el Profeta habría ascendido al cielo a lomos de un corcel alado, lo cual convirtió aquellos metros cuadrados en la ahora tan mentada Explanada de las Mezquitas. En cuanto a los cristianos, los católicos, los ortodoxos y los armenios -aunque también sirios, coptos y abisinios gozan de algunos derechos en un complicado acuerdo- sitúan la Basílica del Santo Sepulcro en el lugar donde supuestamente se dio a la vez la crucifixión y sepultura del Nazareno. Si bien los múltiples partidarios de la reforma luterana prefieren venerar la Tumba del Jardín como lugar verdadero de la misma crucifixión, según verificó en 1883 con pruebas del mismo corte aquel general imperial Charles Gordon que murió en Jartúm decapitado a manos de las tropas del Mahdi esperando unos refuerzos que llegaron demasiado tarde.
Ahora bien, es innegable que acontecimientos del mismo tipo son del todo inverosímiles para unos u otros según la confesión que se adopte. Y así, por ejemplo, sobre la cuestión de las ascensiones, lo que a unos les parece innegable y del todo verdadero a los otros les suena rarísimo e imposible. Es en este punto donde el movimiento gay puede disponer de una apoyatura insospechada y complicar el asunto añadiendo otra topografía que sólo necesita de un grupo social que la respalde para adquirir el título de sacra. Pues se sabe, y esto es seguro, que Jerusalén fue conquistada y el Templo destruido tras el ataque de Tito el 29 de agosto del 70 después de Cristo. Adriano, sesenta años después, decidió reconstruir el templo judaico de la explanada y también la ciudad como colonia romana. Pero a ésta le dio el nombre de Aelia Capitolina y aquél lo consagró a las tres divinidades -para los seguidores del templo anterior consideradas paganas- Júpiter, Juno y Minerva. Con todo, lo más importante es que, en la zona admitida, a excepción de los protestantes, como propia del Santo Sepulcro, se construyó otro templo dedicado a Afrodita. Allí permanecieron durante largo tiempo según el profesor de Filología Clásica de la Universidad de Siena Mauricio Bettini, director del Centro de Estudios de Antropología y el Mundo Antiguo, de quien tomó los datos.
Los participantes del festival internacional gay Orgullo Mundial 2005 bien pudieran invocar a Minerva y Afrodita. Una, orgullosa de su excelso talento y de su majestuosa belleza, protectora de sabios y artistas, inventó la escritura, la pintura y el bordado; en los altares de la griega, diosa de la belleza y del amor, un tanto frívola, no se sacrificaban víctimas, nunca se manchaban de sangre, tan sólo se quemaban incienso y perfumes. Si como afirman los representantes cristianos ellos respetan los derechos de los homosexuales -"pero los organizadores deben respetar también las sensibilidades de los creyentes"-, los que a Jerusalén vayan este verano a afirmarse divirtiéndose ya pueden apelar en favor de su sensibilidad los correspondientes lugares santos. Pues en esto de inventar tradiciones la imaginación es libre y cada cual puede construir la que más le convenga. Eso sí, sin postular que la suya, así imaginada, es la verdadera.
Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València
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