_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Contenido

PUBLICADO ORIGINALMENTE en 1970, los 35 años que separan esta edición de la reciente versión castellana, presentada con el título El hombre sin contenido (Áltera), no han mermado un ápice de interés al libro escrito por el filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942). No es escaso el mérito de un ensayo, sea cual sea el tema abordado, el que no pierda vigencia en un segmento temporal durante el que aparentemente se han producido tantos cambios, pero se acrecienta más, si, como es el caso, su objeto es una evaluación crítica de la situación del arte y de la estética contemporáneos, asunto sobre el que no cesan de publicarse hoy millares de libros, a cuál más banal.

El punto de arranque de Agamben, que responde al epígrafe "lo más inquietante", es el comentario de una larga y célebre cita de La genealogía de la moral, de Nietzsche, donde el pensador alemán arremete contra la concepción estética de Kant, cuando éste afirma que lo bello es lo que agrada "desinteresadamente", algo que, para él, sólo es explicable, si previamente se ha adoptado el punto de vista del espectador sobre el del creador al tratar esta cuestión. Desde un punto de vista histórico, esta usurpación del papel del artista por parte, digámoslo así, del público, y sus portavoces, los profesores de estética, los historiadores y críticos del arte, todos ellos especies florecientes en nuestra época, constituye para Nietzsche una perversión, producto del secularizador nihilismo contemporáneo, de cuyo anonadante poder narcótico sólo podremos librarnos recuperando precisamente la fuerza original del arte, tal y como se expresaba en la voluntad de poder de los creadores, los antiguos artistas, cuya acción era -y debería ser- primordial, única y decisiva, una pasión gestada en la más profunda soledad, y no fruto de una meliflua negociación cultural con el espectador.

Los diagnósticos críticos de Agamben al respecto son tan demoledores como, dada su hondura y complejidad, imposibles de sintetizar en un par de líneas. Por otra parte, Agamben no se limita a comentar sólo lo que afirmó Nietzsche sobre el arte, sino que abarca otras muchas cuestiones candentes a través de muy diferentes cauces ideológicos y autores, desde Platón y Aristóteles hasta Kant, Hegel, Benjamin o Heidegger, pero también desde Novalis, Hölderlin y Balzac hasta Kafka o Musil.

En todo caso, estos inquietantes diagnósticos de Agamben sobre la progresiva paralización, más que muerte, del arte en nuestra época, le conducen a un paradójico, pero reconfortante, pronóstico, porque, como escribe en el último párrafo de su libro, "según el principio que afirma que tan sólo en la casa en llamas es posible ver por primera vez el problema arquitectónico fundamental, así el arte, una vez que ha llegado al punto extremo de su destino, permite que pueda verse su proyecto original". Y esta reveladora visión no será una cuestión de gusto estético desinteresado, sino la recuperación de la entraña existencial de la realidad, su auténtico contenido.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_