Leyes y planes
No deja de ser un síntoma moral preocupante el hecho de que una buena noticia política nos deje indiferentes. Es una cuestión, me imagino, de escarmiento: de sobra sabe uno ya que hay que desconfiar del optimismo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el anuncio de que la Junta de Andalucía va a modificar la Ley de Ordenación Urbanística, una modificación que le permitirá asumir los planes urbanísticos de aquellos municipios que amparen y promuevan ilegalidades de forma sistemática, porque los pecados veniales y esporádicos pueden pasarse por alto. Bien está, pero mucho me temo que, aplicada esa ley con rigor, la Junta tendría que asumir las competencias urbanísticas de todos y cada uno de los municipios andaluces, excepción hecha quizá de Marbella, porque aquello no lo arregla ya ni el mago Merlín con su varilla.
En líneas generales, el PGOU (Plan General de Ordenación Urbana) es algo así como el libro de chistes de casi todos los ayuntamientos: los constructores lo leen y se ríen, lo leen los arquitectos y se mueren de risa. Los únicos que no se ríen suelen ser los políticos municipales, porque da la impresión de que no lo leen, y esa diversión que se pierden. Las grandes agresiones, las grandes aberraciones urbanísticas tienen el defecto de resultar demasiado visibles, pero tienen la virtud de ser irreversibles: un ladrillo puesto es un objeto sagrado, y ahí se queda para la eternidad, a menos que la mala calidad de la edificación lo agriete, en cuyo caso no tardará en ser reemplazado por otro ladrillo. Pero luego están las pequeñas agresiones, las pequeñas aberraciones urbanísticas: esas llamadas "obras menores" que, al carecer en la mayoría de los casos de una inspección, son las que están deformando muchísimos cascos históricos: al lado de una iglesia barroca, un vecino elegante puede revestir el zócalo de la fachada de su casa con unos azulejos mucho más barrocos que la iglesia en sí, pongamos por caso.
Tenemos también el extraño asunto de que sean empresas privadas las que gestionen los planes parciales, regidos por unas normas que permiten la extorsión del minifundista por parte del latifundista, ese latifundista que está en condiciones idóneas para pactar solidariamente con los artífices del plan en cuestión y con los constructores interesados en convertir ese plan en un plan inmejorable para todo el mundo, salvo para los compradores de una vivienda. Por si fuese poco, ahí están esos técnicos municipales de urbanismo que hasta las dos en punto trabajan por el bien común y que por la tarde trabajan para un promotor inmobiliario, circunstancia que, visto el estado de cosas, viene a ser algo así como ejercer de fiscal anticorrupción por la mañana y ganarse un sobresueldo por la tarde como asesor jurídico de unos narcotraficantes.
Es un mal síntoma moral, según les decía, que las buenas noticias políticas lleguen a provocarnos indiferencia. La moderna era del ladrillo ha desatado la codicia de todos, incluidos los ayuntamientos, que babean por cobrar una licencia de obra. Y la solución del problema no está tanto en la modificación de una ley como en la modificación de una mentalidad. Pero eso es ya otro asunto.
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