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Tribuna:EN BUSCA DE UN PAPA | Los preparativos
Tribuna
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Nunca es fácil morir

Juan Pablo II llevaba meses sobreviviéndose a sí mismo y el tránsito al otro lado de la realidad -donde lo aguarda el juicio de Dios y la esperanza del paraíso- debió de ser una liberación para los tormentos de su cuerpo.

En mayo de 2003, el vocero del Vaticano confirmó que el pontífice padecía un Parkinson avanzado. Tenía ya entonces severas dificultades para moverse, para oír y para hablar. Sólo un corazón de atleta y una voluntad invencible permitieron que su apostolado continuara durante casi dos años, aun con flaquezas que movían a compasión.

Sobre su lenta agonía final se alzó la sombra de otra agonía irreparable, la de Therese Marie Schiavo, una joven católica nacida en Filadelfia, a la que una dieta de adelgazamiento condenó a una vida casi vegetal desde febrero de 1990. El propio Juan Pablo II pidió a comienzos de 2004 que no le retiraran la sonda con la que alimentaban a la enferma, porque ésa era, dijo, "una obligación moral".

Seis años antes, al visitar un hospital de Viena, había dicho que mantener vivo a un paciente "por medios extraordinarios o desproporcionados", así como apresurar su muerte de manera artificial, eran actitudes contrarias a la doctrina.

Ésos han sido temas centrales de un debate que ha mantenido en vilo a la opinión pública norteamericana durante las últimas semanas. ¿Cuál es el límite entre los recursos cada vez más avanzados de la medicina y la voluntad de Dios?

La figura de Juan Pablo II ha sido tan dominante, tan decisiva, que difícilmente la Iglesia pueda, en mucho tiempo, desviarse del rumbo fijado por él. La historia de su reinado está sembrada de paradojas: ningún otro Papa viajó tanto, rezó tanto junto a los pobres de la tierra ni escuchó con pasión apostólica tantas súplicas desesperadas. Nadie estuvo tan abierto al mundo, pero, a la vez, nadie se mantuvo tan firme contra los cambios en las costumbres del mundo, tan apegado a la tradición y a los principios.

En algunos puntos parece haber tenido razón. Pablo VI había propuesto a sus asesores inmediatos, poco antes de morir, la idea de ampliar las atribuciones de la asamblea de obispos, convirtiéndola en una especie de cuerpo consultivo. Se suponía que Juan Pablo I iba a poner en práctica ese plan, pero murió antes de que se supiera como podría ser su pontificado.

Karol Wojtyla, al sucederlo, se encontró con una jerarquía eclesiástica turbulentamente dividida entre preconciliares y posconciliares, integristas y reformistas. Lo primero que hizo fue poner orden. Acabó con el estado deliberativo. Desalentó el movimiento conocido como Teología de la Liberación, al que veía demasiado influido por el marxismo, y suprimió con energía todo brote de disidencia teológica donde quiera despuntarse.

La caída del muro de Berlín y la rápida democratización de los países del este europeo -en especial el suyo, Polonia- se debió, en inmensa medida, a su prédica infatigable. Nada distingue tanto su pontificado, sin embargo, como la tenaz defensa de la vida. En marzo de 1995 publicó la que quizá sea su encíclica más perdurable, Evangelium vitae, en la que no sólo condenó el aborto, la eutanasia y todo método anticonceptivo -fueran cuales fuesen los pretextos para usarlo-. Pero, además, revirtió la tradición favorable a la pena de muerte, que era casi milenaria en la Iglesia, al condenarla porque no encontraba razones suficientes que la justificaran. Ni protegía a la sociedad de otros abusos, dijo, ni servía como reparación justa del daño causado.

Todo lo que Tomás de Aquino llamó "desordenada emisión de semen" en la Summa Contra Gentiles sirvió de inspiración a Juan Pablo II en su condena contra la homosexualidad, los profilácticos y cualquier otro medio que vedara el proceso de concepción.

Dentro de ese contexto, era inimaginable pensar que el Pontífice pudiera admitir la menor grieta en la tradición del celibato sacerdotal, una tolerancia que parecía inminente en los últimos meses de Juan XXIII y en los primeros años de Pablo VI.

Esas puertas están cerradas a cal y canto y es casi seguro que seguirán estándolo en los tiempos del Papa venidero, aunque -como se sabe- durante el primer milenio la mayoría de los apóstoles estaban casados, y también casi todos los obispos.

Pese a la intensa devoción de Juan Pablo II por la Virgen María, a la que consagró su sexta encíclica, Redemptoris Mater, de 1985, la posibilidad de que alguna vez la mujer alcance dignidad sacerdotal estuvo para él fuera de cuestión, a diferencia de lo que sucedía en otras iglesias cristianas, incluyendo la de Inglaterra.

Nadie ha consagrado tantas santas, y algunos de sus antiguos compañeros polacos recordaron haberle oído decir que mujeres como Teresa de Ávila habrían podido ser excelentes obispos, pero lo que pensaba Karol Wojtyla en la intimidad no fue necesariamente lo mismo que hizo Juan Pablo II.

Uno de los sacerdotes que más cerca estaba de Wojtyla cuando era arzobispo de Cracovia fue el teólogo Hans Küng, a quien luego, como Papa, condenaría. Cuando se divulgó la Evangelium vitae, Küng declaró a la prensa alemana, con acidez, que el documento no era la "obra de un buen pastor, sino la de un dictador espiritual" y que Juan Pablo II demostraba allí "su dogmática frialdad y su rigor despiadado".

Esas calificaciones son excesivas, pero contienen un punto de verdad: nunca consintió el Pontífice que la Iglesia expresara su doctrina a través de otra voz. Y si bien los laicos de Europa y de Estados Unidos acaso hayan sentido que llevaba la barca demasiado lejos de los vientos de la modernidad, dentro del Vaticano ese rigor puso fin a muchos debates que se salían de cauce.

Juan Pablo II deja una Iglesia quizá más piadosa y unida que antes, pero también más intolerante con los diferentes y menos comprensiva con las debilidades de la especie humana. Si eso es mejor o peor lo dirá el Papa que viene, cuyo nombre ya ha sido pronunciado por el Espíritu Santo.

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