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Columna
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Vivir en casa

Durante décadas, algunos barrios y pueblos de Madrid, que veían cómo sus torres y espadañas históricas se ahogaban con los voluminosos edificios de la especulación y cómo sus viejos cascos urbanos quedaban perdidos entre las urbanizaciones y los grupos de nuevas viviendas, fueron cambiando su naturaleza rural por la de esos pueblos de nadie en cuyas calles se cruzaban los nuevos vecinos forasteros, recién llegados, con unos naturales del lugar, desconcertados con la nueva realidad cosmopolita y la música de muy distintos acentos. En aquellos espacios, surgidos primero en el descampado, en el erial del desarraigo y en la periferia de la necesidad de la inmigración, había horas de pueblo inhabitado, con toda la gente en el curro, convertido después en rutinario territorio del descanso en la noche para escapar otra vez al trabajo en la ciudad y volver al recinto poco acogedor de la ciudad dormitorio.

Llegó primero el mercader de la piedra, también la vivienda social, pero tardó más en llegar el árbol, el parque, la escuela, el polideportivo, el espacio de encuentro en el ocio y la cultura que ofreció al ciudadano un salón público de estar donde antes sólo contaba con habitación para dormir. Con la democracia vino un viento de necesidad de convivencia y espíritu de participación ciudadana, junto a la exigencia de derechos y a unas infraestructuras que llegaron. Los obreros empezaban a poner sus ahorros en la cartilla de la habitación precaria y algunos negociantes del suelo a luchar por ganar espacio para la ganancia frente al espacio de la vida, el terreno de la sociedad.

La lucha entre lo privado y lo público se empezó a librar de una manera torticera en los bajos fondos del negocio privilegiado por cierto poder y una concepción de la política que tiende a favorecer al especulador más que al ciudadano, cuando no entra en la corrupción por la que se sustrae a la sociedad lo que le pertenece para ganancia del corrupto que se aprovecha de los votos. Esta perversa tensión nos ha llevado a disparates electorales de los que vendieron su alma política al diablo inmobiliario, cuando no a actuaciones mafiosas que perduran en nuestro Madrid y a las que no les falta a veces amparo institucional.

Pero los alcaldes democráticos que ponían empeño en conseguir hacer de las nuevas urbes unas ciudades modernas y habitables aspiraban al abandono de aquella condición de meros dormitorios, al que habían sido sometidas sus localidades, para tratar de lograr unidades de convivencia. No se trataba de empeños forzados en crear nuevas identidades, sino de una cuestión de tiempo y vida. Y así lo ha demostrado el hecho de que, con el paso de los días, el nuevo arraigo en Getafe, Fuenlabrada o Alcorcón, por poner sólo unos ejemplos, sea la consecuencia en buena parte de que sus nuevos ciudadanos ya han nacido en esa otra realidad, se han educado en sus institutos, han crecido juntos y han compartido experiencias de vida en esas ciudades que quieren y les pertenecen. Les es aplicable aquello que decía el tantas veces expatriado Max Aub: "Uno es de donde hace el bachillerato". Pero ahora, esos hombres y mujeres que ya reconocen como propio los espacios de sus infancias y adolescencias, que tienen allí sus amigos y sus afectos, pueden llegar a encontrarse con que, a la hora de emanciparse, no hay suelo para ellos allí, en el territorio que sus vidas y sus memorias han articulado.

Ahora puede ser la necesidad de suelo, siempre negocio, la que los expulse hacia otros lugares, la que los convierta en los nuevos desarraigados, a menos que sigan en la casa paterna. El Ayuntamiento de Alcorcón ha tenido en cuenta esa realidad, y con su plan de viviendas, cuidando los precios y las formas de pago, trata de impedir que se les vayan los jóvenes. Dicen que es el plan más ambicioso de toda España, cuentan que no le faltan enemigos al plan entre los tienen el suelo por oro, pero sobre las maquetas de un Alcorcón que va a crecer con espacios verdes y armoniosa volumetría de ciudad moderna se posan ahora las miradas ilusionadas de las nuevas parejas que podrán seguir saludando a sus compañeros de instituto entre las calles nuevas del lugar de su nacimiento. Se trata del apego natural de la convivencia, que no supone, en la era de la globalización y en un Madrid de todas las culturas, ninguna forma de patriotismo de aldea, sino de la legítima aspiración a sentir el calor de lo próximo y de lo vivido en común; de la posibilidad, sencillamente, de vivir en casa.

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