Elegía
La ciudad india de Benarés está consagrada a Siva, el dios de la cremación, destructor del universo y desde las escaleras, que dan al Ganges, se pueden ver las piras funerarias ardiendo día y noche en su honor. No todos los muertos se consumen hasta la última ceniza. Cuando se produce cierta aglomeración algunos cadáveres se sacan del fuego a media combustión y son arrojados al río, donde miles de fieles realizan abluciones, y al contacto con el agua los cráneos aún incandescentes crepitan como lo hace la lava al caer en el mar. Alrededor de las piras funerarias juegan los niños a volar cometas, los vendedores ambulantes gritan sus mercancías, los buhoneros venden collares de ámbar y otras joyas baratas y los santones hacen yoga mientras algunos jóvenes practican el culturismo rodeados de mendigos leprosos. Muchos pobres se acercan a las piras funerarias para robar algunas brasas con que calentar la comida y el humo de las humildes perolas de mandioca se une en el aire con el hedor espeso que despide la carne asada de los muertos. Así son exactamente la vida y la muerte, cuando no constituyen un espectáculo litúrgico, aunque algunos turistas que visitan esta zona se tapan la nariz con un pañuelo empapado con perfume de Dior. Hace años viajé al campamento de refugiados ruandeses en Tanzania y una hora antes de llegar a Benako la avioneta entró en una nube gris que era la exhalación del dolor que despedía la humanidad más degradada. Sobre las verdes colinas se extendía el campo del cólera y desde el aire se veían zanjas abiertas llenas de cadáveres. Los zapadores abrían nuevas sepulturas que podrían ser la suya propia mañana y hacia ellas caminaban madres adolescentes llevando un hijo muerto en los brazos. He recordado la ternura animal con que moría la gente en aquel campo de refugiados mientras veía el funeral del Papa Wojtyla. En aquel corazón de África nadie pensaba en ir al cielo, sino en dejar de sufrir, y en el sagrado Benarés la gloria celestial consiste en tener letrinas, que es el primero de los derechos humanos; en cambio, en la plaza de San Pedro la muerte era el esplendor del orden bajo un estofado de cardenales y de políticos de todo el mundo, que pronto se disolverá en el aire como una pompa fúnebre de jabón. Cerca del féretro estaba George Bush. Este nuevo Siva, señor de la guerra, seguirá desobedeciendo al Papa y esa misma noche, después de haber llorado en el entierro, muchos jóvenes dejarán las magníficas ruinas de Roma llenas de preservativos usados.
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