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Reportaje:PACIENTES EN CASA

La enfermedad de la cuidadora

La falta de autoestima y reconocimiento familiar caracterizan a las 130.000 personas que cuidan enfermos dependientes

Tereixa Constenla

Los olvidos de Dolores Barragán Peinado se dispararon tras la muerte de uno de sus hijos. Olvidaba la cafetera sobre el fuego durante horas, se perdía las comidas, no recordaba dónde había guardado el dinero. Una tarde le confesó a su hija, Josefa Jiménez Barragán, que había olvidado el lugar donde ensayaba la banda de su nieto, al que había acompañado en decenas de ocasiones. Dolores Barragán, que siempre había sido independiente, se mudó a la casa de su hija y, apenas un año después, le diagnosticaron Alzheimer. Eso fue hace 12 años.

Desde entonces Dolores avanza hacia un mundo infantil de pérdidas y confusiones, mientras su hija Josefa corre a pasos agigantados hacia una vejez prematura. "Una enfermedad así te invade el resto de tu vida", proclama Josefa, una de las 130.000 cuidadoras andaluzas que velan por algún enfermo dependiente. Josefa, una diplomada en magisterio, dejó su trabajo en un hotel y se mudó a la vivienda de su madre en el Cerro del Águila, en Sevilla, con su marido y sus dos hijos. Comenzaron "los años malos".

Dolores se desnudaba, se cortaba con los cuchillos, vaciaba los armarios, vivía en vigilia permanente. Su hija le colgó una placa identificativa, cerró todas las puertas con llave, sacrificó las salidas a la calle, renunció a sus contactos sociales, dejó de dormir. Durante nueve años durmió dos horas diarias, más o menos. "Ella no sabía lo que era el día y lo que era la noche, a lo mejor daba unas cabezadas de día pero de noche teníamos que montar guardia en el sofá", revive.

Los años menos malos son los de ahora, desde que su madre permanece encamada. "Es mejor porque ya no es el machaqueo de 24 horas, espiritualmente estás más tranquila, aunque estés pendiente todo el rato de ella", compara. Josefa duerme ahora seis horas, si bien cada noche se levanta en dos, tres o cuatro ocasiones para visitarla. Le muda la ropa tres veces al día. La ayuda externa que recibe se limita a las sesiones de lavado matinal y un par de tardes a la semana, que le permite hacer alguna escapada breve. Algunos familiares le prestan apoyo de cuando en cuando.

Nadie negará que Josefa ha renunciado a su propia vida por dignificar los últimos años de la de su madre. Ella, sin embargo, se debate entre la falta de autoestima y el exceso de culpa. Cuando se minusvalora dice: "No le doy importancia ninguna, creo que es mi obligación, no me arrepiento para nada de lo que estoy haciendo por mi madre, ha sido una buena madre y se lo merece". Y cuando se flagela piensa: "Todo esto es muy contradictorio, me siento culpable hacia mi marido y mis hijos". Tras 12 años, malos y menos malos, confiesa que le "ha agriado" el carácter: "No soy la misma, estoy notando las consecuencias del agotamiento, tengo mucha ansiedad".

Como Josefa Jiménez, que tiene ahora 50 años, hay alrededor de 110.000 mujeres y 20.000 hombres, que están volcados en cuidar algún enfermo de forma permanente. Una tarea que se convierte en "un factor de riesgo para su salud y calidad de vida", según reconoce el propio Plan de Atención a Cuidadoras Familiares de Andalucía, elaborado por el SAS. "El sentimiento de soledad y aislamiento es tremendo", señala la enfermera Pilar Crespo Serván. "Pierden amigos, se encierran durante las 24 horas y se dejan de querer a sí mismas", añade.

Pilar Crespo es enfermera de enlace en un centro de salud de Sevilla donde atienden a unos 24.000 habitantes. Es también la encargada de dar talleres a cuidadoras, que incluyen aspectos técnicos para facilitar su labor y estrategias de relajación. El grupo de 11 personas (10 mujeres y 1 hombre) que trata actualmente recibe consejos para fomentar la independencia del enfermo o ser eficiente en los cuidados. Se habla de pañales, olores e incontinencias, pero Pilar también las obliga a hablar de ellas mismas. "Si no toman medidas se convierte en una nueva víctima de la enfermedad", les advierte mientras les muestra una viñeta en la que se observa una anciana sonriente y sonrosada junto a una amargada cuidadora.

Entre las participantes del taller figuran Alfonsina, que cuida a su suegra; Ana, que atiende a su madre desde hace 30 años, y Salomé, que brega con un marido que la agota. Las hermanas Victoria y Amparo se encargan de su madre, con demencia. Muchas han llegado al taller con depresiones visibles. Se sienten culpables por lo que hacen y por lo que no hacen. Elena Arigita, trabajadora social, dibuja la difícil situación del colectivo: "Los cuidadores van cediendo todo el rato, no puedes dar un grito porque te sientes una bruja ni puedes tomar café con las amigas, da la impresión de que te tienes que quemar en la pira".

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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