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Columna
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Bellow

No está al alcance de cualquier escritor narrar la propia muerte. Claro que Saúl Bellow no fue nunca cualquier escritor: hasta hace cuatro días fue el más grande, el más lúcido y viejo de los grandes autores (casi todos judíos) que ha dado Norteamérica durante el siglo XX y que, como un milagro o una provocación, seguía vivo en los albores del tercer milenio. Porque Bellow, y ese es quizá el segundo de sus méritos, siguió vivo después de haber narrado, en su libro Una visión de la terapia intensiva, su propia muerte clínica.

Los suecos le otorgaron en 1976 el Premio Nobel esgrimiendo "la humana comprensión y el sutil análisis de la cultura contemporánea que se unen en su obra". Saúl Bellow escribía como casi nadie, con un precisión de bisturí y sin un sólo fuego artificial, con una prosa escueta y exquisita. El estilo, al igual que las uñas (no sé si lo decía Eugenio D'Ors o quién) es más fácil tenerlo brillante que limpio.

A mediados de los años 90 del pasado siglo, Bellow tuvo la mala fortuna de rozarse con un pez venenoso del Caribe cuyas toxinas invaden el sistema nervioso central. El envenenamiento le sumió en el delirio y le puso al borde de la muerte durante dos de meses. Nunca pensó que las salas de urgencias de los hospitales, las unidades de cuidados intensivos y las máquinas que mantienen con vida a la gente tuvieran nada que ver con él. Pero allí estaba él. De pronto, como quien se resbala y cae a una piscina oscura, se vio sumido en un sueño de sondas y catéteres, sueros y monitores y betabloqueantes. Una máquina respiraba por él. Alucinaba. Vagaba por las calles de una ciudad extraña, buscando un sitio para pasar la noche. Al final, lo encontraba: era un lugar que, en los años 20, había sido un cine. La taquilla estaba tapada con cartas de la baraja, pero inmediatamente detrás había catres militares plegables.

Antes de ingresar en la unidad de cuidados intensivos, saltó de su cama pensando que estaba en Vermont, esquiando con su nieta. "Era una mañana de invierno. En realidad, debía ser plena noche, pero el sol relucía esplendoroso sobre la nieve. Había quitado las barras de sujeción de mi cama, sin darme cuenta de que estaba entubado a una serie de frascos que contenían todo tipo de líquidos intravenosos". Veía sus pies descalzos sobre el suelo sucio como si fueran los de otra persona. "A veces", confesó Saúl Bellow, "me pregunto si en el umbral de la muerte no me estuve entreteniendo con alegría, gozando de verdad con aquellos delirios, con aquellas ficciones que no necesitaba inventar". Después de todo, después de haber escrito Una visión de la terapia intensiva, ¿para que se tenía que morir Saúl Bellow?

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