Todo empezó con un casino
Mónaco logró desplazar a la vecina Niza como lugar de recreo e inversión de los ricos
En 1861, cuando Mónaco accede a la categoría de Estado independiente bajo la tutela de Francia, es uno de los países más pobres de Europa. La pesca y el contrabando eran casi las únicas fuentes de subsistencia de unos escasos habitantes de origen sardo o genovés que, en 1863, vieron cómo se abría un casino. Carlos III, el Grimaldi de turno, inspirado en lo que sucedía en Niza, adonde los ricos británicos y rusos acudían a tomar el sol y jugarse la fortuna, decidió transformar su escarpada fortaleza en un peñón que fuese otra cosa que el refugio de lagartijas.
Tras vender a los franceses los pueblos vecinos de Menton y Roquebrune, Carlos III creó en 1856 la Société des Bains de Mer (SBM) y vendió a un empresario el derecho a construir el casino, la ópera y el lujoso hotel de París. En 1887 esas tres instituciones aportaban el 95% de los ingresos del Estado monegasco. En los años treinta el porcentaje superaba por muy poco el 30% y tras la II Guerra Mundial el porcentaje era ridículo. Entre 1942 y 1945 el principado fue ocupado, primero por los italianos, luego por los alemanes y cuando por fin recuperó la independencia, los comunistas querían crear una República de Mónaco; los más sensatos proponían fusionarse con Francia y unos pocos, sin duda los que no participaron en la huelga general de 1948, apostaron por el joven Raniero III, un nieto de Luis II.
Raniero tuvo el acierto de enrolarse en las tropas francesas libres y la prudencia de hacerlo en septiembre de 1944. Fumador empedernido, elegante, bigote recortado y calculador, el heredero de la corona fue el primer Grimaldi en 200 años que vivió en Mónaco. El armador griego Aristóteles Onassis, con un millón de dólares, fue su socio a la hora de relanzar la SBM, pero luego, cuando Raniero decidió abrir las fronteras a todos los ricos del mundo, vio cómo su participación en la SBM se redujo a casi nada, debido a una oportuna ampliación del número de títulos a favor de los Grimaldi.
La gran idea de Raniero fue buscar inversores al otro lado del Atlántico y de utilizar a una actriz de Hollywood para dar a conocer su principado de opereta. Lubitsch o Von Stroheim se le habían anticipado a través de películas mudas o sonoras que presentaban ese reducto rocoso de la costa mediterránea como un reducto de aristócratas. Y ya se sabe, quien dice nobleza dice diezmos, gabelas y derechos hereditarios, pero no dice impuestos modernos, sobre la renta o las sociedades. La boda con Grace Kelly, en 1956, pone en marcha la reconversión monegasca.
Hoy el país tiene un poco más de 32.000 habitantes, de los cuales 7.676 monegascos de pura cepa, 9.200 son franceses y 5.500 italianos. Quedan otras 119 nacionalidades presentes en esas 195 hectáreas con 60 bancos y 340.000 cuentas corrientes activas, o sea, diez por habitante, que -se dice- acumulan unos 70.000 millones de euros.
Relaciones con Francia
El sucesor, el príncipe Alberto, gobierna un Ejecutivo presidido por un alto funcionario nombrado por Francia, que desempeña el papel de primer ministro. El legislativo, elegido por voto popular desde 2002, está formado por 25 persona, y puede ser disuelto por el príncipe, cuando éste lo considere necesario.
Las relaciones entre Francia y Mónaco no siempre han sido buenas. La opción de Raniero por transformar el principado en paraíso fiscal irritó sobremanera al general Charles de Gaulle que, en 1962, pretendió que los súbditos de Raniero se aviniesen a las mismas razones fiscales que los de la República. El resultado fue inverso: los franceses perdieron el derecho a abrir cuentas en Mónaco, pero ese derecho siguió para el resto de los mortales, sobre todo si son ricos.
Mónaco es un Estado confesional, católico, que admite sin embargo la libertad de culto, que entró en la ONU en 1993 y en el Consejo de Europa en 2004. El Estado mueve unos 10.000 millones de euros anuales y más de la mitad proceden del IVA de todo tipo de negocios y obras. Raniero no sólo le ha ganado terreno al mar para poder construir más rascacielos o amarrar más yates sino también a la montaña -el tren ha sido enterrado, al igual que algunos kilómetros de carretera- y ha hecho del sector inmobiliario la otra pata en que se sustenta su liliputiense pero boyante principado.
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