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¿Pedirá perdón algún papa por el holocausto del sida?

Todas las biografías de Juan Pablo II difundidas estos días en periódicos y televisiones han destacado que el Papa Viajero tuvo la valentía y la humildad de pedir perdón en el mismo Muro de las Lamentaciones de Jerusalén por la responsabilidad de la Iglesia en las reiteradas persecuciones de los judíos y el silencio de Pío XII ante el holocausto y los crímenes del nazismo. Evidentemente, gestos como éste le honran, como también le honra que, pese a su cercanía política con los presidentes estadounidenses Ronald Reagan, Georges Bush, padre e hijo, y al mismo José María Aznar, condenara sin ambigüedades las dos guerras del Golfo, de l991 y 2003.

El silencio de Pío XII mató por su silencio y omisión, y la Iglesia que salvó la vida de muchos perseguidos por el nazismo habría salvado muchísimos más si esos actos de proteger y dar amparo a los perseguidos, antifascistas, judíos o gitanos no hubieran sido sólo acciones aisladas de sacerdotes y obispos que actuaron por su cuenta y riesgo. Por ello, pese a que haya quien considere de mal gusto decir esto ahora que, en medio de un espectáculo mediático inigualable, se despide al sucesor de Pedro, no debemos olvidar que una parte sustancial del mensaje que ha pregonado en todos los continentes puede ser juzgado mañana como corresponsable de millones de muertes, de las que algún día otro papa deberá pedir perdón.

El silencio ante el nazismo mataba, y ciertas palabras dichas por una de las personas con más audiencia, carisma y autoridad moral de todo el mundo, también pueden, indirectamente, matar. Que el Papa haya llegado a los pobres, a los jóvenes, a las familias de tantos rincones del Tercer Mundo no es en sí mismo ni bueno ni malo, todo depende del mensaje que haya dado. Cuando Karol Wojtyla llegó al Vaticano en 1978, existía la tiranía del comunismo, las parejas continuaban uniéndose y separándose como ha ocurrido siempre, existía la píldora anticonceptiva, pero no existía la peste del sida, una enfermedad que mató a millones de seres humanos en el siglo XX, pero que ha sido calificada como peste del siglo XXI. Según el Programa de Naciones Unidas sobre el sida, ya son más de 40 millones, los infectados por esta enfermedad.

Y en los países pobres, esas tierras que tanto amaba Wojtyla, como reconoce la ONU, sólo una de cada diez personas puede costearse los

tratamientos retrovirales. Por ello, como coinciden todos los expertos, la única manera de detener el sida que mata es el uso del preservativo. Algo que Wojtyla condenó hasta su último aliento, pese a que sus consejos hacían vulnerables a la enfermedad, a morir y a transmitir la muerte a más y más personas.

De nada sirve acariciar a los moribundos, a los niños enfermos de sida como él hacía, proclamar que Dios les ama y acompaña -también se supone que amaba a quienes salían por las chimeneas de Mauthausen- si se condena el único medio para frenar este holocausto. Pronto, tal vez, algún papa deberá pedir perdón por las palabras de Juan Pablo II condenando el preservativo, arrodillado ante alguno de los muchos muros y monumentos que se están levantando en tantos lugares con nombres de miles y miles de víctimas del sida.

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Xavier Rius-Sant es periodista.

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