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Reportaje:

Medicina para los últimos días

Una jornada en la unidad de cuidados paliativos, donde el equipo asistencial trabaja para que el paciente tenga una buena muerte

Milagros Pérez Oliva

El doctor Porta acerca la silla a la cama y coge la mano de la paciente. Tiene la cara abotargada y una gran protuberancia en el abdomen. En la ficha figura cáncer de mama con metástasis cerebral y de hígado. "¿Cómo va?". De su boca apenas sale un hilillo de voz. "Mal". "¿Te duele?". La enferma tarda en responder. "Ahora no". "¿Estás triste?". "Sí". El diálogo, a base de preguntas y monosílabos, acredita que el dolor está controlado pero la paciente tiene un gran sufrimiento emocional. A su familia le preocupa que no coma -"sólo ha tomado una puntita de ensaimada, doctor"-, pero a ella lo que le angustia es otra cosa. Se lo ha explicado a Tomás Escolano, el enfermero. "Tiene una gran inquietud porque querría ver a su hijito de siete años. Se da cuenta de que si no lo ve ahora, ya no lo verá, pero no quiere que el niño la vea en ese estado y se quede con esa imagen de ella".

No hay enfermos intubados ni grandes aparatos: se trata de que la muerte sea apacible
Sólo un 6% de los pacientes ingresados llegan a precisar un coma inducido

¿Qué es mejor para la enferma? ¿Qué es mejor para el niño? Con este tipo de dilemas tiene que lidiar al equipo asistencial de la Unidad de Cuidados Paliativos del Instituto Catalán de Oncología, en Bellvitge, además de controlar el dolor y los síntomas. En cada una de las 16 habitaciones hay un paciente con una necesidad o varias, todas diferentes y todas prioritarias para el equipo asistencial porque, "una vez que ya no existe posibilidad de tratamiento, queda un objetivo asistencial: que el paciente muera de la forma más digna y plácida posible", explica su coordinador, Josep Porta.

Aquí no hay enfermos intubados ni grandes aparatajes. La unidad ha sido especialmente diseñada para su cometido y contrasta vivamente con el lúgubre aspecto exterior del edificio. Está en la quinta planta y forma una T con grandes ventanales en los extremos. Por el del sur entra una intensa luz tamizada por cortinas venecianas. Paredes de color salmón anaranjado, muchos cuadros y muchas plantas conforman un ambiente agradable, familiar. Hay una gran sala con mullidos sillones, juegos para niños y una nevera donde la familia puede dejar lo que trae para los enfermos. No es que necesiten comida, es que los últimos caprichos son muy importantes. Ese helado, esa tostadita con salmón que puede ser la última. Esa puntita de ensaimada.

Los pacientes ingresados no están necesariamente en fase terminal, pero su expectativa de vida no va más allá de los seis meses. "Lo que motiva el ingreso es la necesidad, no el pronóstico", precisa Porta. La mitad volverán a casa, pero muchos reingresarán para morir.

En las televisiones, el Papa también agoniza, pero para la mayoría de los enfermos es sólo un ruido de fondo. Para la paciente de la dos, ni eso. El tumor que ha invadido su cerebro le ha arrebatado la consciencia. Está en la recta final. Su hija vela el coma en una penumbra en la que el tiempo parece suspendido. Se diría que la paciente duerme apaciblemente, pero cuando el doctor Porta le coge la mano y aprieta entre el pulgar y el índice, la frente de la enferma se arruga. "¿Ve? Esto quiere decir que tiene dolor. Obsérvela, y si ve que hace este gesto, llámenos, que aumentaremos la dosis de calmante". La hija repite la maniobra. La paciente se remueve inquieta, pero en ningún momento abre los ojos. "Si persiste el dolor es posible que tengamos que sedarla. ¿Estaría usted de acuerdo?", pregunta el médico. "Yo lo que quiero es que no sufra, doctor", responde la hija.

La visita matinal no es, como ocurre en otras unidades, una comitiva apresurada que entra y sale de las habitaciones. Hay comitiva, sí, pero sin prisas. Antes de entrar en cada habitación, el grupo repasa el caso y las incidencias de la noche; si ha venido la familia y qué demandas ha planteado. Hay otro hecho diferencial muy evidente: el papel de la enfermería. Aquí participa en la toma de decisiones y tiene un papel muy activo.

Cada visita es diferente, pero hay tres preguntas que siempre salen a colación: "¿Se siente triste? ¿Le da todo igual? ¿Tiene la idea de que para seguir así, cuanto antes mejor?". El doctor Porta lo pregunta con mucho tacto, pero de forma que el paciente lo entienda con claridad. "No, no en absoluto", dice el enfermo. El tumor que tiene en el abdomen le ha dado mala vida, pero ahora se siente mejor, e incluso pide que le dejen pasar el fin de semana en casa.

"Estas preguntas son importantes porque la respuesta puede ser un indicador de depresión", explica Jorge Maté, de la unidad de Psicooncología del hospital adscrito a la de Paliativos. Hoy, todos, incluida la enferma que está peor, han respondido negativamente. Algunos con gestos ostentosos, como Faustino, un luchador que no está dispuesto a tirar la toalla. Es impresionante ver cómo se puede establecer un diálogo entre un médico y un enfermo que no tiene voz y se expresa por signos: "¿El dolor?". "Regular". El chupa chups (un calmante oral) no le acaba de funcionar. Le han dado cinco dosis de refuerzo, pero no le han calmado del todo. Tumbado, el dolor empeora y además no le deja respirar. "Si va a más, igual tenemos que matar el nervio", le dice el médico. El enfermo hace señal de apuntar: "Sí, sí, dispare, dispare".

La tercera pregunta siempre va al final: "¿Necesita alguna cosa más, Faustino?". Las cosas que necesitan los enfermos son muy variadas y no sólo se refieren a ellos. También a su familia. La consigna es "no inmiscuirse, porque puede ser perjudicial, pero estar atento a las demandas".

El paciente siguiente es todo nervio. Su cáncer de pulmón está ya muy avanzado, pero cuando se abre la puerta, el aire delata que ha fumado. Por la mañana le han visto huir con cara de pícaro de la sala de estar -"No, no; si no es de Ducados, no es mía"- mientras la auxiliar Ana García le perseguía con una colilla en la mano. Evidentemente, no se puede fumar, pero a él ya no le va de un cigarrillo. Casi no puede tragar pero el caldito le ha sentado muy bien. Objetivo de Tomás: que le lleven todos los calditos que pida.

A las dos han terminado las visitas y todo el equipo confluye en la sala de reuniones. Se incorporan el geriatra Jesús González, la enfermera Mireia Sagrera y la auxiliar Amparo Fernández, que llevan la otra ala; también se suman el psicólogo, la fisioterapeuta Angels Pera, y la trabajadora social, Elisabet Barbero, una figura esencial porque se ocupa de las familias.

Hoy es viernes y la sesión se dedica a establecer, caso por caso, los objetivos de la próxima semana. Quien más preocupa es un paciente con cáncer de pulmón, que sufre una disnea severa y evoluciona rápidamente hacia el final. En la crisis de ahogo sufre mucho. Pero se resiste a tomar calmantes porque le atontan. Por la mañana el doctor González le ha puesto una sedación transitoria pero todo parece indicar que pronto precisará una mayor. Tal vez irreversible. El problema es que no toda la familia acaba de asumir la situación real del enfermo. Una de las hijas ha pedido que lo intuben. "Eso no va a mejorar su situación. Sólo va a prolongar su agonía", le ha explicado el médico. Elisabet Barbero da la clave del caso: esta hija es la última que se ha incorporado al proceso y por eso es la menos adaptada. No se resigna a la muerte del padre. Tampoco el enfermo ha asumido que va a morir, por eso no quiere dormirse.

La sedación no es equivalente a coma farmacológico. Sólo un 6% de los pacientes llega a precisar un coma inducido. Otro 20% se beneficia de distintos grados de sedación que disminuyen su conciencia. El resto puede llegar al final sólo con la ayuda de analgésicos y otros fármacos. En muchos casos, es la propia enfermedad la que les produce el coma, explica Porta.

La tarde transcurre en calma relativa. Un timbre suena de tanto en tanto en el control de enfermería. El sol comienza a declinar. Se oye a dos niños corretear en la sala de visitas. En las televisiones, el Papa sigue agonizando.

Josep Porta y Tomás Escolano escuchan las explicaciones que les da mediante signos el paciente Faustino Remón.
Josep Porta y Tomás Escolano escuchan las explicaciones que les da mediante signos el paciente Faustino Remón.MARCEL·LÍ SÁENZ

Aire fresco y no llevarse nada a casa

A diferencia de otras unidades, en la de paliativos se habla y se toca mucho. El contacto físico con el enfermo y su familia es un arma terapéutica y la mayor parte de la comunicación es no verbal. A lo largo del día, el brazo de Tomás Cerdó se posa con frecuencia sobre los hombros de esposas, hijos o padres afligidos y una de las pacientes se refiere a Ester Corrales como "nuestra dulce hada madrina".

Siguiendo las directrices del fundador, Xavier Gómez Batiste, la premisa es "crear una atmósfera de acompañamiento y discreción". La vida transcurre con mucha calma y la muerte también. "Ayer hubo cuatro muertes, pero el resto de los enfermos no lo notó", comenta Ester Corrales. La supervisora es muy joven, como la asistenta social, Elisabet Barbero, que interrumpe su explicación para atender el teléfono. La cara se le ilumina: su hijito de tres años la requiere. La pregunta era: ¿Cómo puede sobreponerse el propio equipo a la experiencia cotidiana de la muerte? Con distancia emocional, como mandan los cánones, aunque no siempre es posible. Aún está vivo en la unidad el recuerdo de aquel joven de veintipocos años y un hijo de meses que murió el año pasado.

Todos están allí por vocación, y eso se nota. "No me genera ningún problema. Simplemente has de cambiar de chip: aquí no puedes venir diciendo 'yo lo curo todo'; pero si vienes con la idea de 'yo puedo ayudar mucho', entonces el grado de satisfacción es enorme", dice Josep Porta. "La prueba es que la mayor parte del equipo nos quedamos más allá de las cinco", añade Jesús González.

Porta se decantó por esta especialidad casi por casualidad, cuando alguien le propuso hacer una estancia en el Saint Chistopher Hospice de Londres, con la venerada Cecily Saunders, pionera de los cuidados paliativos. Le enganchó tanto que sigue en ello y suyos son muchos de los textos de referencia sobre la especialidad.

González tuvo la oportunidad de ampliar sus estudios de geriatría con Eduardo Bruguera en el M. D. Anderson de Huston. Decidió dedicarse a paliativos como reacción al mucho encarnizamiento terapéutico que había observado en la atención a los ancianos. Aparte de la vocación y la distancia emocional, hay una regla de oro para seguir sonriendo en este trabajo, que Elisabet Barbero describe gráficamente: "Traer aire fresco y no llevarse nada a casa".

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