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Reportaje:

El fuego abre un enigma milenario

Un incendio descubre en Buendía ruinas de un poblado fortificado con más de cien casas y cinco kilómetros de murallas

Estamos en la linde entre las provincias de Guadalajara y Cuenca. Es una zona de gran belleza, surcada por los ríos Tajo y Guadiela. Allí unen sus aguas en los embalses navegables de Buendía y Bolarque. Miles de madrileños viven sus días de ocio en urbanizaciones cercanas, rodeados por un bosque mediterráneo de los de mayor espesura de España. Madrid no dista más de 100 kilómetros.

Uno de los residentes, Emilio Villellas, acaba de realizar allí un hallazgo arqueológico sin precedentes: ha encontrado un enclave fortificado, con cinco kilómetros de muros y hasta 110 cimentaciones pétreas de casas. Se hallaba enrisacado sobre desfila-deros fluviales, aguas arriba de los restos de la ciudad visigoda de Recópolis, en Zorita. Fue edificada en 580 por el rey Leovigildo, como regalo a su hijo Recaredo, también rey, consortium regi junto con su hermano Hermenegildo que luego conspiraría contra el padre de ambos.

Emilio Villellas es patrón de barco, amén de cazador y amante de la historia. Sus tres saberes, más mucho tesón y un poco de suerte, le han permitido corroborar hace semanas los testimonios escritos o narrados, por él recogidos, sobre la existencia de una ciudad oculta cerca de Buendía. Se hallaría bajo un tupido bosque y aislada por vertiginosos roquedales de hasta 30 metros, que caen a plomo hasta los dos ríos que la circundan.

En una cacería por la circundante zona boscosa no lejos de Sáyago, tiempo atrás, escuchó contar al tío Toyo que sus mayores sabían que en las escarpaduras de Buendía hubo una ciudad fortificada: él mismo lo había confirmado al refugirse allí durante la Guerra Civil, huyendo de un fusilamiento del que resultó milagrosamente ileso. Pero el emplazamiento del bastión fortificado era invisible bajo árboles, arbustos y retamas.

Una tormenta obligó a Villellas a desviarse de la senda marcada del cazadero: sobre el suelo halló raros alineamientos de piedras con esquinas escuadradas. Recordó los escritos del cronista árabe Rasias, del siglo X, de Ambrosio de Morales y del jesuita Gabriel de Henao, pioneros de la arqueología del siglo XVI. Todos aseguraban que una ciudad fortificada se alzaba sobre un risco entre ríos en un paraje muy semejante al que él ahora pisaba. Retuvo aquellos datos, que no pudo interpretar.

En agosto de 2004, un incendio con llamas de hasta 20 metros devastó la zona. Con riesgo de su vida, Villellas recogió con su barco a 14 bomberos voluntarios atrapados por el fuego con el río a sus espaldas. Fue condecorado por la Liga Naval.

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Destruida por las llamas la capa vegetal que emboscaba la zona, vio con claridad cómo afloraban las trazas de construcciones pétreas, calles, casas, plazas y muros de hasta tres metros de altura, así como cinco kilómetros de murallas. Las piedras labradas e inteligentemente dispuestas eran el denominador común de aquellos vestigios que suscitaron la emoción de un posible hallazgo. Una sorpresa más le estremeció de emoción: el enclave recién descubierto, circundado por el Guadiela, se asemejaba al de la ciudad imperial de Toledo, elegida por los visigodos como capital de su reino. ¿Era también aquel bastión recién descubierto la ciudadela que protegía Recópolis? Los arqueólogos tienen la palabra.

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