_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hospitales

El que quiera saber lo que es la vida que venga a un hospital, me dice un médico, veterano en ver carencias y en falta de medios. Y es verdad, se trata de una experiencia que por poco receptivos que seamos nos obliga a ver las cosas de otra manera, por lo pronto, a darnos cuenta de que dependemos de los demás en mayor medida de lo que creemos y que hay momentos en que la ayuda es necesaria, se quiera o no, y esto sirve para la vida en general. Por eso, cuando alguien declara con soberbia que no le debe nada a nadie, me hace pensar. Me hace pensar que nunca habrá estado enfermo, ni habrá tenido que pedir trabajo, ni le habrán hecho reír. ¿Cómo se puede estar seguro de que no se le debe nada a nadie?

El hospital es un mundo aparte, con su olor, su estética y su estilo de vida, del que, en cuanto le asignan cama, pasa a formar parte el enfermo. El acompañante del enfermo es otra cosa, es alguien que vive la situación sentado en una silla o bien apoyado en la pared del pasillo interactuando con los que están en su misma situación. También va y viene a la máquina del café o de las coca-colas y, al cabo de los días, conoce la planta mejor que su barrio y a los acompañantes de otros pacientes, mejor que a sus vecinos. El olor se nota nada más entrar en el vestíbulo, baja de los pasillos y de las habitaciones por escaleras y ascensores y se queda pegado a la ropa. Es tan denso que podría ser de color verde, pero nadie ha sabido describírmelo, todo el mundo arruga la nariz y dice, ese olor. Podría ser una mezcla de antibiótico, zumo de naranja y lejía. Al principio, aunque no queramos ser escrupulosos, provoca un cierto rechazo y tendemos a respirar a medio gas. Parece que así no se llega a estar del todo allí, que de alguna forma una parte de los pulmones y del cuerpo continúa en la vida normal. Pero a las cuatro horas de habitación ya nos hemos curado de estas tonterías. Porque para los acompañantes más incómodo que el olor es la silla, y con suerte el sillón, donde tendremos que pasar la noche. Lo que no es para tanto porque si llegamos a coger el sueño, con el cuello torcido y los pies hinchados, será como viajar en turista. En cualquier caso, el sueño no será muy largo porque las enfermeras con sus continuas entradas y salidas nos recuerdan que esto no es un hotel. Sin embargo, no nos prohíben estar aquí mortificándonos. En este punto es reconfortante saber que también los hijos del príncipe Raniero se han turnado para acompañar a su padre como si fueran pueblo. Y es que, al final, de una manera o de otra, todos terminamos igual. Habrá que volver a leer a Jorge Manrique.

Es curioso porque la habitación, sobre todo si es de la Seguridad Social, acaba absorbiéndonos. Llegamos a conocer la vida del de la cama de al lado con pelos y señales, a sentirnos sus cómplices, a llamar al timbre si se le agota el suero. Llegamos a conocer a su marido o mujer, a sus hijos o padres y a saber quién se preocupa más por él y cuando le trasladan o le dan el alta, casi le echamos de menos. Al fin y al cabo, una habitación de hospital es parecida a una novela o una película: el protagonista está en la cama y el resto de los personajes de su historia van y vienen formando un cuadro borroso de su vida hasta para él mismo. A veces, incluso, se convierte en el camarote de los hermanos Marx y tiene que llegar un sanitario a poner orden.

De hecho, ha dado juego para hacer películas y series de televisión de gran éxito como Urgencias, a la que fui aficionada durante cierto tiempo por las gafas, como de bucear, que los doctores se ponen en el quirófano y los gorros de retales de flores. Tal vez nunca, ni cuando de pequeños nos disfrazábamos de médicos y enfermeras, se ha explotado tanto la estética hospitalaria. Radiografías colgadas de la pared, camillas, guantes, instrumental, gomas, goteros, batas blancas y verdes. A mí personalmente, en los hospitales de verdad, todo eso hace que me tiemblen las piernas y, de tener que ingresar en alguna clínica, preferiría hacerlo en La montaña mágica, de Thomas Mann. Mientras tanto, agradezco profundamente que haya gente entregada a prepararse para atendernos cuando llegamos a ese mundo aparte, que es el más real que existe, tal vez el único real. Seguro que el hospital de Leganés necesitaría que se atendiesen más sus necesidades que las denuncias anónimas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_