Cafés, teatro y esculturas 'kitsch'
Con sus 10 millones de habitantes, la capital de Rusia es una urbe multicultural y en ebullición, donde se entretejen muchos mundos. En Moscú se concentran hoy los recursos financieros del país, y la cartelera refleja esta afluencia. Los mejores cantantes, orquestas y compañías del mundo acuden a la capital rusa, a menudo patrocinados por las compañías de petróleo y gas. Las entradas, cuyo precio puede acercarse a los 100 euros, son caras, teniendo en cuenta que el sueldo medio ronda los 200 euros, pero los teatros están llenos. Ver los espectáculos de Anatoli Vasíliev o de Piotr Fomenko es una gracia especial otorgada a los amigos o el resultado de una prolongada espera. El teatro de Fomenko reparte números en una cola virtual. A Natalia le dieron el número 17.671 en enero y lleva tres meses esperando.
Las damas pulcras y modestas con camisa de cuello de encaje, que llenaban los teatros soviéticos, siguen fieles a sus aficiones, pero su proporción ha disminuido en los locales de estreno, porque los precios ponen muy alto el listón. En cambio ha aumentado la proporción de señoras que desafían el frío con los escotes de sus modelos, y los caballeros, trajeados.
La multiculturalidad teatral de Moscú se refleja en la Máscara de Oro, un festival anual que esta vez se celebra del 24 de marzo al 11 de abril. En el certamen, que va por su 11ª edición, compiten las mejores producciones de toda Rusia. Aparte de las aportaciones de Moscú y San Petersburgo, tiene cosas tan diversas como marionetas de Yakutia (Siberia), grupos de danza de Yekaterinburgo (los Urales), una representación de Tosca traída desde Sarátov (en el Volga) y Las tres hermanas, de Chéjov de Sovietsk (Kaliningrado). La Máscara de Oro da una nota especial a las noches moscovitas y las llena de personajes de la bohemia, que no parecen salir a la calle de día. Van a oír melodías georgianas o cantos guturales de Tuvá y a tomarse una copa en el restaurante de la Asociación del Teatro. Los billetes al azar tienen sus riesgos y sus misterios, y a veces hay grandes recompensas, como fueron en otros años los bailes del Cáucaso del teatro Arvaiden o la "danza de las gordas" del teatro de Pamfílov de Cheliábinsk.
Los cafés, por otra parte, se han puesto de moda. Al igual que las nuevas farmacias de Moscú, no han aparecido de forma individual, sino en cadena, como producto de agresivas estrategias comerciales. El capuchino cuesta más de tres euros en cualquier local del centro, pero los establecimientos están llenos, y eso que en la interpretación rusa de la cafetería no hay lugar para la dulce pereza centroeuropea. En cuanto el cliente se descuida, las camareras le arrebatan la taza con la bebida a medio tomar. Hay cafés que se han convertido en puntos de referencia urbana, como el de la esquina del Conservatorio, donde, gracias al pastel de manzana y al público del concierto de turno, uno puede llegar a sentirse en Viena. Hay cafés más recónditos, pero con un sabor intelectual y estudiantil, como el Club Bilingva, un recinto lleno de jóvenes donde se venden libros y se organizan seminarios y conferencias. Como punto de encuentro y relación social, el café hoy en Moscú está sustituyendo a las angostas y animadas cocinas, que cumplían esta función en el pasado soviético.
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