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¿Más religión(es)?

La presentación pública del anteproyecto de Ley Orgánica de la Educación tiene tantos aspectos ambiguos, en el caso de la presencia de la religión en la escuela, que inspira cierta decepción. Pues la comparecencia de la ministra deja la cuestión resuelta de manera insatisfactoria, aún reconociendo las mejoras respecto de la trágala de perfume nacional católico auspiciada por el anterior gobierno del PP. Porque lo esencial es si la religión -en el mejor de los casos, las diferentes religiones- debe enseñarse en la escuela con cargo al erario público, o si deben cargarse al esfuerzo proselitista de las distintas iglesias o comunidades religiosas. Parece que esta última posibilidad nadie la contempla en la Administración, y no por razones conceptuales, sino para evadir la reacción de la iglesia católica. La presión política de una iglesia particular ha logrado calar hasta tal punto en la legislación reciente de la España democrática que el inapelable principio de la libertad religiosa se discute como si equivaliera a decidir si debe enseñarse en la escuela meramente religión católica o no, si debe ser evaluable y computable a efectos de los curricula de los alumnos o todo lo contrario, o bien si debe existir -y de qué tipo- una asignatura alternativa sobre el hecho religioso, etc. Por ello, el anteproyecto intenta paliar los indiscutibles privilegios de la iglesia vaticana garantizando la oferta de otras doctrinas (islámica, judía, evangélica) ajustándose a los acuerdos ya suscritos o venideros entre el Estado español y las correspondientes confesiones religiosas.

Ciertamente el asunto puede discutirse desde diferentes ángulos, conceptuales y pragmáticos, pero de todos ellos no suele considerarse a fondo un aspecto del último tipo que tiene implicaciones conceptuales. En Europa, debido las fuertes y aceleradas corrientes inmigratorias, la variedad de creencias religiosas presentes se ha notablemente acentuado. En el caso de España no sólo encontramos diversas variedades de cristianismo (católicos, todas las variantes de estirpe luterana, ortodoxos...), del Islam (sunita, chiíta, sufí...), o de budismo y confucianismo (las minorías asiáticas son cada vez mayores), sino que también se incrementan velozmente las gentes que -dicho de forma breve e incorrecta- podríamos llamar animistas. Suelen saltar a la vista -es decir, a las noticias- con motivo de algunos ritos de paso y de iniciación que contravienen las leyes y nuestra sensibilidad (especialmente en el caso de las llamadas por la antropología "heridas simbólicas"). Pero en nuestro país es cada vez mayor el número de personas que proviene de Senegal, Malí, Burkina Faso, Níger, Nigeria, Camerún, Togo, Ghana, Costa de Marfil, Guinea Ecuatorial, etc. Se tiende a pensar que esas poblaciones están homogéneamente islamizadas, pero no es cierto. Distribuidas en grupos étnicos con límites territoriales flexibles, coexistiendo a menudo varios de ellos en las mismas zonas, sus creencias religiosas son muy diversas. En muchos países el porcentaje de animistas ronda el 40%, además la islamización de muchas franjas de la población es superficial y sus creencias sincréticas, oscilando sus adscripciones según contextos, menesteres y ocasiones. En general, las religiones politeístas sin estructura eclesial se concentran en las zonas rurales que son las que más flujos migratorios producen.

Así las cosas, cumplir escrupulosamente el principio de libertad religiosa, tal como lo invoca en abstracto y entiende la reacción política y la jerarquía católica -como derecho a recibir enseñanza religiosa en los centros de enseñanza pública no universitaria-, es por razones pragmáticas imposible: ¿dónde encontraríamos los docentes de las creencias de los yoruba (tan numerosos en sus tierras como los catalanes, unos nueve millones), los wollof, peul o de los lobi, etc? Dadas las muy diversas formas de organización y de entender la autoritas religiosa ¿quiénes, con qué criterios, seleccionarían a los docentes? ¿quién los pagaría? ¿cuál sería la organización de los horarios?... De no querer prolongar la situación de privilegio de la iglesia católica, un riguroso cumplimiento del principio de no discriminación y de igualdad de derechos de todas las opciones exigiría garantizar administrativa y económicamente la docencia de, insisto, todas las creencias religiosas: desde las diferentes variedades del cristianismo, pasando por las variedades del Islam y el judaísmo, hasta los budistas o animistas.

Pero la iglesia romana sabe que eso es papel mojado. Sus privilegios hoy se deben, fundamentalmente, a que sus relaciones con la sociedad están mediadas por un Estado extranjero. No hay sistema de creencias religioso que tenga tras de sí el poder del Estado vaticano. Un estado, por cierto, no democrático sin complejos. De manera que la relación de esa iglesia con la sociedad española goza de los beneficios exclusivos de una peculiar relación política diplomática. Sin apelar a las virtudes democráticas del laicismo -hacia las que aquí se apunta pero no he tratado-, de no revisar aquellos acuerdos interestatales del periodo de la transición democrática, el querer analogar todas (¿?) las confesiones, como ahora se propone, encubre una falsa igualdad que no puede cumplirse. Porque en aquellos acuerdos se produjo el deslizamiento sibilino desde la afirmación del derecho a la libertad religiosa, al privilegio de que un Estado extranjero pudiera condicionar medidas de política interior como incluir una determinada asignatura en el currículo escolar, diseñar y controlar los libros de texto de referencia y nombrar a sus docentes que paga el Estado con los impuestos de todos. Y no cabe aducir que católicos hay muchos y animistas o budistas pocos (rasgo temporalmente variable), porque los derechos fundamentales -como el de la libertad religiosa, que no equivale a la enseñanza escolar de la religión- no son cuestión de mayoría o minoría, sino constitutivos del mismo concepto de ciudadanía.

Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.

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