Independientes
La Constitución establece como principio la independencia de los jueces. Si los jueces han de ser independientes se supone que sus órganos de gobierno también. No en vano la democracia se funda en la división de poderes. Y, sin embargo, llevamos años asistiendo al deprimente espectáculo del nosotros y el vosotros, la mayoría conservadora y la minoría progresista, en la toma de decisiones del Consejo General del Poder Judicial, que reproduce en su seno, permanentemente, las querellas partidistas propias del debate político.
Hace tres meses que el Consejo tiene que cubrir 12 vacantes en el Tribunal Supremo y renovar tres presidentes de sala. Ha sido incapaz. Los conservadores quieren las tres presidencias. Nadie cede. Cuando el mal funcionamiento se hace crónico, o el mecanismo es inadecuado o las personas fallan en el cumplimiento de sus responsabilidades.
La elección de los 20 miembros del Consejo General del Poder Judicial por el Parlamento pretendía colocar la legitimidad democrática por encima de la legitimidad corporativa. Pero, inmediatamente, se instauró entre los partidos el sistema de cuotas, con lo cual el Consejo se convirtió en una prolongación del Parlamento, sujeto al juego de las mayorías y minorías políticas. Naturalmente, una mayoría absoluta es una oportunidad muy tentadora para cualquier Gobierno en su inevitable afán -el poder siempre quiere más poder- de controlar el poder judicial. En cualquier caso, el resultado de la experiencia ha sido la abrumadora politización de un poder judicial en que las personas de fiar elegidas por los partidos entran en el Consejo con el compromiso de votar a un determinado presidente. Y cualquier persona que vaya por libre se convierte inmediatamente en sospechosa. El Gobierno socialista ha ampliado las mayorías necesarias para los nombramientos para contrarrestar el rodillo conservador que heredó del PP. Pero todo sigue igual. A corto plazo cabría exigir un mayor grado de transparencia, con debate abierto en el plenario sobre los nombramientos y argumentación del voto, para acabar con esta imagen de compadreo y conspiración de pasillo que el Consejo da. A medio plazo cada vez son más los que piensan que sería razonable volver a un sistema mixto para la elección de los miembros del Consejo, en que además del Parlamento intervinieran los propios jueces, como ya se hizo en el pasado, e incluso algún otro estamento.
Con todo, los mecanismos no son el único problema. El problema de fondo, que permanecerá sea cual sea el procedimiento escogido, tiene que ver con las personas: la falta de cultura de la independencia que hay en este país. Y eso no sólo concierne al poder judicial, sino a todas las instancias de la vida pública. Por sentido de la responsabilidad, por autoestima, por dignidad, se debería dar por supuesto que cuando una persona accede a un cargo, y especialmente si lleva la marca constitucional del principio de independencia, lo ejercerá con plena autonomía de criterio, conforme a una idea del servicio público entendido como contribución al bien común (y perdón por utilizar una expresión tan lejana de las modas ideológicas imperantes) y no como sumisión a los intereses de grupo. Pero esta idea republicana del Estado y sus instituciones no tiene tradición en este país. No está integrada en los hábitos de los jueces, pero tampoco abunda entre los demás servidores del Estado. ¿Qué independencia podemos reclamar a los jueces cuando los comisionados del 11-M, por ejemplo, son incapaces de buscar la verdad de los hechos con autonomía y se limitan a repetir los relatos partidistas?
Vivimos una cultura de lo público en que la independencia de criterio es un lastre, no un valor. En cualquier nombramiento prima la fidelidad por encima de toda otra consideración. Así es difícil que cualquier institución, el Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo, pueda actuar con autonomía y elegir sistemáticamente a los mejores y no a los más dóciles. La asunción voluntaria de la sumisión en las élites dirigentes españolas es uno de los lastres que limitan y limitarán la calidad de nuestra democracia. Quizás, sea la penúltima herencia del franquismo.
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