El discurso del bosque
A Concha le debo la serenidad de este día, lluvioso pero amable, en plena Sierra de Francia, a 700 metros de altitud y a un paseo de La Alberca, en el corazón de esta comarca salmantina del sur que linda con Las Hurdes y fenece en Las Batuecas, entre madroñales y castaños. La casa de Concha se encuentra en Mogarraz. Es cálida y está sembrada de esos pequeños detalles que administran cierta felicidad al viajero. Entre calles pinas, intrincadas, pasadizos y requiebros, se halla esta casa de piedra, adobe y madera, este paraíso lleno de estancias alfombradas, tarimas, rincones alumbrados de visillos y sol, anaqueles y mesas donde reposan, infinitamente, libros de mil lenguas y lugares. Aquí, en estos días de reposo, mientras Leandra me sigue de salón en salón olisqueando mis pasos, con su aire silencioso de perra buena, me he sentido amparado entre sombras amigas: el viejo y ebrio espíritu de Claudio Rodríguez, la mansa vehemencia de Colinas, la pasión de Felix Grande, la voz de Paca Aguirre, Luis Rosales, Carlos Barral, Luis Alberto de Cuenca, Javier Sádaba, Barnatán... En esta casa de Mogarraz, donde Concha es amiga y dueña y confidente, la poesía se torna en aliada que se sienta a la mesa, toma el pan, lo quiebra por el centro y lo comparte con nosotros con precisión apostólica. Es tiempo de reposo en esta comarca de la Sierra de Francia, en estos pueblos perdidos -su arquitectura de inscripciones y piedra, sus casas blasonadas- donde el agua de los ríos pasa lenta, se remansa en ollas y caozos y continúa hasta el Alagón, hasta el Duero... Es tierra de cristianos, pero también ha sido refugio de moriscos y judíos tras las sucesivas expulsiones, comarca donde se funden sus culturas y se toca y acaricia una identidad de lluvia y bosque adentro. Por unos días nada he sabido del mundo más que estos madroñales que se abrazan junto al camino, estas nubes que los campos exudan hacia el cielo, este verdor de piedra inacabada y este calor de Concha y Pedro como la última utopía de un tiempo que amenaza con no volver, con apagarse entre jirones de niebla.
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