Nos falta tradición democrática
La democracia es un régimen político, pero ante todo es una forma de comportarse en convivencia, aprendida en el hogar, la escuela y la vida social cotidiana. Tal aprendizaje,transmitido por generaciones, crea una tradición, un depósito de hábitos espontáneos, unas normas morales compartidas, unas reglas del juego político que ilegitiman para seguir jugando a quien las incumple. Carecemos de ella en España y ésa es la causa, después de 30 años, de tantas conductas contrarias a la ética democrática. No se olvide que en dos siglos sólo hubo dos intentos de democratizar el país (l869 y 1931), que no duraron, sumados, más de una década, abatidos por las armas de los grupos económicos más conservadores. Entre las dos repúblicas correspondientes, un largo periodo de poder oligárquico y caciquil de dichos grupos disfrazó a España de democracia ("de carnaval vestida" la definió Machado), logrando que el pueblo perdiera hasta ahora mismo la fe en los políticos, en sus partidos y en la democracia misma. En esa pérdida basó Franco su apoyo popular durante ocho lustros y en ella se basan los nueve millones que votaron a un PP con vocación de partido único autoritario, así como los que en la izquierda necesitan tragedias a lo 11-M para ir a votar.
La carencia de una mentalidad y una conducta democráticas se traduce en defectos de la propia ciudadanía, más dada a criticar a los gobernantes que a colaborar con ellos; a exigirles una ética que ella no practica a menudo en sus asuntos privados; a prolongar una secreta violencia interior que hunde sus raíces en la historia cainita del país, desde las guerras contra los moros hasta la terrible guerra y posguerra civil, pasando por las pugnas entre militares y entre liberales y carlistas del siglo XIX. A esto se suma la perenne falta de cultura política, que nadie ha combatido y que nos hace víctimas de unos medios de comunicación dominados por el afán de lucro, manipuladores de la opinión pública y de la imagen de los políticos, fomentadores de los escándalos espectáculo que desorientan y excitan a la gente y que, por tanto, inducen a unos políticos sin escrúpulos y obsesionados por el poder a practicar cuanto escandalice mediante el insulto personal o la mentira y cuanto erosione la buena imagen de sus rivales. Ésa es precisamente la única táctica que puede ejercer la derecha si pierde el poder, ya que sólo acepta el veredicto democrático cuando logra engañar a los votantes. Si no es así, se declara robada en su propiedad natural, okupada por unos advenedizos que, encima, están demostrando que los verdaderos okupas lo han sido durante años su antiguos detentadores.
Viene todo esto a cuento del último escándalo provocado por la derecha catalana, similar a tantos anteriores y alegremente festejado por los medios. Se ha dicho que la gente ha perdido una vez más su confianza en los políticos. Pero ¿en cuáles?, ¿en todos o en los de la derecha antidemocrática? ¿Quién la ha dañado más: los patriotas del chantaje, de la típica "querella catalana", sin base jurídica y con total desprecio de la institución presidencial de la Generalitat, o el presidente de la misma, que sólo pudo denunciar a quien, por alguna razón, se sintiera denunciado? ¿Quién tenía que pedir excusas a los ciudadanos: el que abrió una vía, tantas veces cegada, a la transparencia, a la investigación y a la acción judicial, o los que escandalizaron e hicieron el ridículo con sus querellas y mociones de censura, retiradas antes de fracasar? ¿Quién ha convertido el "oasis catalán" en una selva? Había oasis cuando nadie osaba sacudir el cocotero clientelar del poder en exclusiva. Hay selva cuando, por fin, los cocos caen sobre los emires depuestos. Y, en fin, ¿pueden quejarse de injurias y calumnias quienes llevan años dirigiéndolas al jefe de la oposición, hoy presidente electo, entre ellos su antecesor desde esa misma presidencia?
Las actitudes violentas, broncas y mendaces, así como la apropiación del poder político y la desinformación interesada, son lacras tradicionales de la derecha antidemocrática en este país sin tradición democrática. Buscan agravar la desconfianza popular hacia la política, ampliándola a todos los políticos sin distinción, es decir, hacia los gobernantes de izquierda. Por eso es fundamental aclarar quiénes son los culpables y aprovechados de los escándalos que dan dinero a los medios y minan la fe democrática de tantos ciudadanos lúcidos y honestos que votaron a la izquierda para que la derecha dejara de abusar de su buena fe. La comisión parlamentaria de investigación y la fiscalía penal nos dirán lo que ya se está sabiendo o sospechando a través de auditorías, informes y denuncias. Pero la esperanza estriba en que nuevas leyes libren a ayuntamientos y partidos de financiaciones necesarias pero poco éticas, ya que nadie o casi nadie está libre de prácticas que la derecha ha impuesto y que la izquierda tiene urgente obligación de borrar del mapa. Nuestro tripartito no ha de ceder ante los chantajes de la oposición derechista cuando ésta amenaza boicotear el nuevo Estatut si el Gobierno denuncia las responsabilidades contraídas por los anteriores gobiernos en su mala gestión y arbitrariedad clientelar, causa última de graves perjuicios ciudadanos. Si algún defecto creo detectar en la actuación gubernamental es la excesiva prudencia con que, a mi juicio, se ha tratado a quienes no tienen escrúpulos en sacudirse el polvo provocado para afixiar al que ahora debe expulsarlo. Que la prudencia no nos haga traidores a la democracia. ¿Puede un "imprudente" Maragall cambiar él solo los malos hábitos de nuestra política poco democrática? Está claro que no; pero, de momento, el nuevo bumerán de la derecha se ha vuelto contra ella y el tiempo confirmará las razones de ese odiado e incómodo impulsor de un cambio democrático que debiera crear tradición.
es profesor de Derecho Constitucional en la UB.
J. A. González Casanova
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