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Columna
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Simpatía

Rosa Montero

Leo en EL PAÍS que Fidel Castro acaba de legalizar la olla a presión. Lo repetiré una vez más para que podamos darnos cuenta cabal del desatino: la olla a presión ha estado prohibida en Cuba hasta hace unos días. El totalitarismo es así, desarrolla sus censuras e imposiciones en todos los ámbitos de la vida, desde el pensamiento hasta los pucheros. Parece mentira que haya personas que sigan manteniendo cierta simpatía por este tirano.

Ya lo dice Martin Amis en Koba el temible (Anagrama), su estupendo libro sobre Stalin: mientras que el totalitarismo nazi está reconocido como la atrocidad que fue, el totalitarismo comunista sigue viéndose con una indudable empatía emocional. Amis se pregunta por qué los intelectuales no denunciaron en su momento (ni nunca claramente, a decir verdad) la barbarie soviética, por qué Auschwitz es para nosotros sinónimo de horror pero Kolymá no nos dice nada, por qué todo el mundo ha oído hablar de Himmler pero nadie conoce quién es Yeyov. Esta ignorancia pertinaz, este deseo de no saber, permite seguir manteniendo una idea romántica e incluso heroica del comunismo en general, como si los excesos de Stalin no fueran sino la excepción de un proyecto político tal vez equivocado en parte pero hermoso, cuando lo cierto es que se trata de una ideología siniestra que ha producido infiernos por doquier, un sistema totalitario en el que lo excepcional son más bien los comportamientos decentes. En España, dadas las distorsiones ideológicas que provocó la dictadura, hubo muchas personas estupendas que se encuadraron en el PCE. Pero las buenas intenciones no disminuyen los errores de fondo. El Círculo de Lectores acaba de sacar Gulag, del polaco Kizny, con fotos tremendas de esos campos de concentración soviéticos en los que murieron, entre 1929 y 1980, decenas de millones de personas. Por no hablar de nuestra guerra civil, de la intolerancia comunista y la terrible represión contra el POUM. Sí, creo que habría que hacer una profunda revisión del comunismo. Pero, en vez de eso, celebramos simpáticas cenas de homenaje a Carrillo, por ejemplo, sin que nadie mencione los errores ni los horrores.

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