París reivindica el puntillismo
El Museo d'Orsay revisa uno de los grandes movimientos de la historia de la pintura
Entre 1884 y 1913 el sarampión de los pintores de todo el mundo se llamó puntillismo. Algunos, despectivamente, lo calificaron de confettismo, otros, partidarios de la precisión científica, prefieren hablar de divisionismo, y la crítica, siempre dada a equivocar las etiquetas, popularizó la fórmula neoimpresionismo. La realidad es que, una vez Georges Seurat hubo expuesto Une baignade (Asnières), la pintura se pixelizó, se puso a vibrar.
La erupción contagiosa atrapó primero a franceses como Paul Signac, Camille y Lucien Pisarro, Charles Angrand, Albert Dubois-Pillet, Henri-Edmon Cross o Maximilien Luce para luego contaminar a los belgas Thé van Rysselberghe, Willy Finch, George Lemmen y Henry van de Velde, y convertirse en sarpullido holandés a través de Van Gogh, Johan Aarts o Jan Toorop, italiano en la piel de Boccioni, Pelizza da Volpedo y Severino, español en el pincel de Picasso o Regoyos, alemán cuando se ampara de Paul Baum, Curt Herrmann o Paul Klee para llegar a ser incluso ruso-francés o, simplemente, europeo, si pensamos en Kandinsky o en Malevich.
El Museo d'Orsay de París presenta, hasta el 10 de julio, 120 de esas telas que a Signac le hubiera gustado calificar de cromo-luminaristas pero que la convención estima neoimpresionistas a pesar de no haber sido realizadas al aire libre y de no pretender captar lo efímero sino eternizar esa fugacidad. Otra diferencia entre impresionistas y sus supuestos neos es que éstos ni limitan su iconografía y su mundo a lo inmediato, ni se identifican con escuela de pensamiento alguno. Se puede ser puntillista y cubista, como se pueden compaginar los puntitos o pinceladas breves con el simbolismo, la abstracción o el fauvismo. Derain, Braque, Mondrian y tantos otros buscaron y encontraron en las tesis científicas de Seurat, heredadas de su lectura de los tratados de óptica de Rood y Chevreul sobre el principio de que cada color primario engendra en el espectador la percepción de su complementario, un fundamento "para transformar el instinto y lo instantáneo en reflexión y permanencia".
La exposición de pinturas, magnífica, no cronológica y sí temática -espacio plano, arabesco, ritmo, geometría, color, etcétera- se completa con obras contemporáneas de Ger van Elk, que pone al día la tradición sirviéndose del vídeo, y gracias a la inauguración de un gabinete permanente de dibujos que nos descubre que Seurat y Signac eran también grandísimos dibujantes.
En definitiva, esta primera retrospectiva francesa del puntillismo -en 1968 hubo una en EE UU-, tiene la virtud de explicar que no estamos ante un movimiento o grupo sino ante una técnica, que es mejor hablar de precursores que de herederos, no neos sino post, y que de la división de la luz y el color puede nacer la descomposición de la forma, la irrupción del japonesismo, un camino que tanto lleva a la abstracción como a mil maneras distintas de entender la figuración. La superficie plana del cuadro, estructurada en planos de color y no en los artificios clásicos de la perspectiva, se abre pues a otras muchas posibilidades, más allá de la genialidad subjetiva del impresionismo.