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Columna
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Estatuas

Mucho peor que remover la Historia, para algunos amantes de los bustos y de la hípica pétrea, es mover las estatuas. Pero la Historia es puro movimiento perpetuo, acción continua, como un móvil de Calder hecho de carne y hueso. El pasado resulta imprevisible y el futuro no sabe, no contesta. Donde menos se espera, como en la Biblia en verso, salta la liebre.

Las estatuas son todo lo contrario, pura arterioesclerosis, foto fija, mojama. Un collar de melones de piedra. De vez en cuando saltan al presente como feos fantasmas de granito o de bronce. Suele ser cuando alguien (el baranda de turno) decide retirarlas de la escena, por lo común de noche, no vaya a ser que alguna resucite. Entonces los amantes de la inmovilidad, los devotos de la vida fósil, se soliviantan y arman, alrededor del hueco de la estatua, el pollo pétreo. Y algunos otros hacen como los iraquíes que apedreaban la estatua de Sadam cuando las tropas norteamericanas entraron en Bagdad. Es muy fácil agredir a una estatua, tanto como jurarle fidelidad eterna.

No sé qué diablos tienen las estatuas (nada bueno) para sacar lo peor y más cateto de la gente. Deberían prohibirlas. Charles de Gaulle prohibió en su testamento que a su muerte se erigiesen en Francia estatuas en su honor. Pero Francisco Franco amaba los caballos de piedra berroqueña y se creía las odas delirantes de Pemán. Las estatuas, aun cuando sus representados llevasen en su día una vida impecable, terminan enmierdadas, es su sino. Son criaderos de polvo y orín, cuaderno para grafitis guarros y váter de palomas. Cuando las quitan son, como estos días, motivo de polémica. Lo cierto es que distraen una barbaridad, más que el cine de barrio. En el Carmel no se habla de otra cosa que de la estatua ecuestre del Caudillo. Hasta los conductores que esta Semana Santa engrosarán la estadística negra de Tráfico se estrellarán pensando en esa estatua. Deberían prohibirlas, no ponerlas y luego quitarlas.

Quizás alguna vez, porque el río del tiempo es muy largo, alguien decida retirar una noche la estatua de Sabino que decora (porque Sabino es muy decorativo) los jardines de Albia bilbaínos. Y habrá que soportar a los nostálgicos entonando sus cantos y haciendo sus ofrendas florales, y contemplar sus negros paraguas en alto y sus exhortaciones a tirarse al monte. Una auténtica lata de historia. Pero seguimos colocando estatuas. Esas estatuas feas como la arquitectura de los jesuitas, bodoques de memoria desdichada. Casi siempre talladas, cinceladas, perpetradas por escultores torpes, o quizás solamente desganados. Deberían cubrirlas a todas porque algunas, si uno se fija bien, hasta se ruborizan de su propia fealdad estatuaria. Lo único en verdad bueno y apreciable de ellas es su silencio eterno. No podrán embaucarnos, ni meternos en guerras, ni prometernos nunca más paraísos imposibles, ni darnos la tabarra. Están calladas, mudas, las estatuas. Ni Unamuno ya puede abrir la boca en la plaza que lleva su nombre. Da gusto, bajo el busto del sabio hablador, charlar tranquilamente y que nos deje hablar.

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