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Entrevista:MICHAEL IGNATIEFF | POLITÓLOGO Y DIRECTOR DEL CENTRO CARR DE LA UNIVERSIDAD DE HARVARD | ENTREVISTA

"La libertad en una democracia depende del control sobre el poder"

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Derrotar al terrorismo exige violencia. Puede exigir también coacción, engaño, secretismo y violación de derechos". Michael Ignatieff arranca de esta forma su último libro, El mal menor, que mañana se presenta en España y sobre el que habló hace una semana con EL PAÍS en su despacho de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts).

Pregunta. ¿Es un mal menor que las democracias usen la violencia para defenderse?

Respuesta. Las democracias pueden derrotar al terrorismo. Las democracias no son menos implacables que los sistemas autoritarios a la hora de defenderse en caso de ataque. La historia demuestra que no ha habido ninguna democracia que haya sido destruida por el terrorismo, quizá con la excepción de la República de Weimar, en Alemania, arrasada por terrorismo de derechas y de izquierdas. La cuestión es qué precio pagan para ganar esta guerra, porque siempre que las democracias se han enfrentado al terrorismo, lo primero que ocurre es que el poder ejecutivo se refuerza a costa del legislativo y del judicial. Se crea tensión en el sistema de equilibrios. Para luchar contra el terrorismo se toman medidas políticas con firmeza y desde arriba, y esto debilita al poder legislativo y al judicial.

"En democracia, las medidas antiterroristas deben someterse al juicio del Parlamento, los tribunales y la libre opinión pública"
"Hay cosas que un Gobierno no debe hacer a otros seres humanos, y la tortura es la primera de ellas. Ahora bien, hay un precio que se paga"

P. ¿Cómo se consigue pagar el menor precio posible?

R. Mi principal recomendación para que las democracias conserven las libertades es impedir que los presidentes o primeros ministros tengan poderes secretos, y reafirmar la importancia del poder legislativo y del judicial, porque lo que hace que seamos libres es el sistema de equilibrios, que es el que sufre más. Su pregunta inicial era: ¿pueden las democracias utilizar la violencia para defenderse, pueden tomar medidas que comprometan las libertades democráticas? Mi respuesta es: a menudo tienen que hacerlo, a menudo tienen que tomar medidas que incluirían detenciones preventivas de sospechosos, técnicas para interrogarles, destrucción de campos de entrenamiento de terroristas... Lo crucial es que cada medida antiterrorista que tome una democracia se someta al juicio del Parlamento y los tribunales, y al de la libre opinión pública. Es lo único que puede mantenernos libres, es el punto central para garantizar que la democracia no acabe destruida por el terrorismo.

P. La decisión del Supremo de julio de 2004

[los detenidos en Guantánamo pueden acudir a tribunales de EE UU] y otros fallos de jueces, ¿entran dentro del control al que se refiere?

R. Sí, esa es la importancia de tener un sistema de equilibrios y controles. El Supremo y el poder judicial tienen muy claros sus derechos institucionales en un sistema constitucional. La clave de esa decisión que menciona fue defender los derechos del tribunal y decir que el presidente no tiene un cheque en blanco en la guerra contra el terrorismo, que su poder tiene unos límites: que no puede detener a su antojo a un ciudadano americano y no puede tener detenidos fuera del sistema de justicia a los que no son ciudadanos. La protección crucial de las libertades en la guerra contra el terrorismo reside en la revisión judicial de las detenciones. Esa es la clave. Si no existe esa revisión, hay abusos, hay torturas, hay un poder ejecutivo descontrolado.

P. Un poder que se aprovecha de la lógica y de la emoción de la guerra.

R. Lo que está haciendo el Supremo es recuperar un poco de terreno, pero está limitado por la doctrina constitucional de deferencia hacia el poder ejecutivo que dice que el comandante en jefe, en tiempos de guerra, debe tener poderes reforzados para afrontar las emergencias. Los tribunales respetan eso. Las instituciones en EE UU están ahora empezando a recuperar terreno. Lo hizo el Congreso con Abu Ghraib, obligando a que se celebraran sesiones públicas y a que el Gobierno explicara lo ocurrido. Otro asunto clave es que la guerra contra el terrorismo se lleva a cabo en secreto. Por ejemplo, los llamados detenidos fantasma; es inevitable que haya situaciones escandalosas de abusos mientras el Congreso no sepa los nombres de todos y cada uno de ellos y los lugares en los que están. En otras palabras, la libertad, en una democracia, depende de los controles sobre el poder, y eso a su vez depende de la transparencia. Si las instituciones no saben lo que está pasando, ocurrirán cosas muy malas. Y eso es lo que ha pasado: es obvio que muchos de estos detenidos han sido torturados, y hay que acabar con eso.

P. Sobre los detenidos secretos que se entregan a países en los que es muy probable que serán torturados... no parece suficiente lo que Bush ha dicho: que está contra la tortura y que pide a esos países que no la usen.

R. No, claro que no es suficiente. El problema de las entregas es que no deberíamos creer en las promesas de Jordania, Egipto y otros países. No tienen ningún valor. Por otra parte, si no se producen, esa gente sigue bajo custodia de EE UU indefinidamente. En cierto modo, las entregas son una respuesta a Guantánamo y Abu Ghraib: EE UU destruye su política de detenidos cuando retiene a gente y la vuelve a destruir cuando se quita de encima a esa gente. En ambos casos, ha sido un desastre para el prestigio y la autoridad moral de EE UU en el mundo. No tengo ninguna duda.

P. El hombre que respaldó en un informe para la Casa Blanca la idea de privar a los combatientes enemigos de la Convención de Ginebra es ahora el responsable de Justicia. Al Gonzales dice que está en contra de la tortura. ¿Por qué habría que darle el beneficio de la duda?

R. No veo ninguna razón para que nadie se lo dé. Gonzales es un abogado muy capaz, mejor y más inteligente que John Ashcroft, pero... El problema no es Gonzales; es más amplio. Algo muy perturbador en EE UU, en los últimos 25 años, ha sido la aparición de una crítica conservadora de la legalidad internacional, un movimiento que pone en duda la fuerza legal del derecho internacional. En eso se basó Gonzales cuando escribió aquel informe. Hasta que los estadounidenses no se convenzan de que las leyes internacionales son legítimas, no estarán particularmente interesados en cumplirlas. Y esto es muy deprimente, porque EE UU históricamente ha cumplido las exigencias de la Convención de Ginebra.

P. La tortura se ha convertido, cree usted, en ejemplo de los dilemas que las democracias tienen cuando luchan contra el terrorismo.

R. Lo fácil, cuando se habla de tortura, es decir que se está en contra. Lo difícil es saber cómo interrogar a sospechosos que quieren destruirte, que tienen información vital que puede salvar vidas... esto es un dilema en España, en Irlanda del Norte, en todas partes: olvidemos eso de que sólo EE UU tiene este problema. Todo el mundo lo tiene. Es interesante Israel, que también lo tiene: su Tribunal Supremo ha fallado una y otra vez contra la tortura, y ha sido muy concreto tanto sobre qué es tortura como sobre qué constituye un castigo cruel e inusual... Se piense lo que se piense sobre la política israelí de seguridad, lo importante es que el Supremo nunca ha dejado de cumplir su papel y de marcar los límites de esa política, y ése es el modelo adecuado.

P. ¿Cuál es el modelo, más concretamente?

R. El problema práctico es cómo interrogar a gente de manera eficaz sin que haya ningún abuso físico y ninguna humillación psicológica. Yo sólo puedo decir que habría que actuar con reglas que prohibieran el contacto físico entre el interrogador y el prisionero; que prohibieran ciertos malos tratos psicológicos, como las amenazas sobre miembros de la familia del detenido; pero yo querría que hubiera un código de interrogatorios que sirviera para proteger a nuestros soldados y a nuestros ciudadanos, y que no empleara la tortura.

P. Es una línea...

R. Es una línea muy difícil de trazar, pero hay que trazarla. Es una zona oscura, y todo lo que puedo decir es que tiene que haber una regulación judicial de estos procedimientos. No se trata sólo de definir las reglas, sino de garantizar que se aplican, y no se me ocurre otra cosa más que haya un control judicial de los interrogatorios y, llegado el caso, que los interrogados tengan derecho a querellarse si han sufrido malos tratos. Hay gente que dice que la tortura no funciona. El problema es que, por desgracia, sí funciona. Si no funcionara, no tendríamos nada que discutir. Puesto que funciona, un defensor de los derechos humanos como yo tiene la obligación de decir, por honradez: si prohibimos la tortura, que es lo que deberíamos hacer, hay que aceptar las consecuencias; ocasionalmente, no tendremos información a tiempo de poder salvar vidas. No se debe pretender que la tortura no funciona; funciona y da resultados. Y yo tengo claro que no podemos practicarla; no podemos, simplemente porque la democracia tiene que prohibirse a sí misma algunas demostraciones de poder. Esto es la democracia: una forma de gobierno con límites que dice que hay cosas que un Gobierno jamás debe hacer a otros seres humanos, y la tortura es la primera de esas cosas. Ahora bien, hay un precio que se paga. Cuando escribí el libro, creía que la tortura nunca da resultado; ahora me parece que eso es una ilusión. Eso no cambia mi opinión sobre la tortura: creo que es innegociable. Pero pagamos un precio. Eso es lo que quiero decir con lo de los males menores: cada pieza de política antiterrorista implica decisiones difíciles en las que perdemos algo.

P. ¿Qué análisis hace del atentado terrorista de hace un año en Madrid?

R. El 11-M supuso un tremendo choque para todo el mundo que aprecia la democracia, tan devastador como el 11-S, porque fue deliberadamente organizado por los terroristas para alterar el resultado de unas elecciones democráticas. Más grave que eso no hay nada: un ataque directo contra el sistema en el que viven las sociedades europeas. Y creo que, objetivamente, sí alteraron el resultado. ¿Quizá el vuelco se debió a que el Gobierno de entonces optó por culpar a ETA del atentado y no entregar toda la información que tenía al electorado? Es posible; hipótesis número uno. Hipótesis número dos: ¿quizá los terroristas intentaban conseguir la retirada de las tropas españolas de Irak, y pensaban que eso se haría con un Gobierno socialista? No lo sé; no voy a entrar en ello. Lo único que puedo decir, desde fuera, es que un grupo terrorista quiso alterar el ritual más importante de la vida política europea, que es ir a las urnas y votar en libertad. Y no puedo creer que cuando los españoles fueron a las urnas tres días después del atentado estuvieran votando libremente: me da igual que uno acepte el punto de vista del Gobierno que había o que acepte el punto de vista del partido socialista o de quien sea. Lo que creo es que toda la gente que votó aquel domingo estaba bajo la presión del terror, del miedo o de las mentiras, y eso es inaceptable. Fue un momento terrible para la libertad en Europa, y fue un terrible precedente. Y que no haya equívocos: los españoles son libres para tomar la decisión que quieran sobre sus tropas en Irak, y libres para elegir al Gobierno. No tengo nada que objetar sobre el resultado de las elecciones; lo único que digo es que hubo un intento deliberado de intimidar a una sociedad democrática. Y elijo muy cuidadosamente las palabras, porque lo que hace que me tome todo tan a pecho es que la democracia española enorgullece a cualquiera. España es uno de los grandes ejemplos de transición democrática: ésta es una sociedad que, frente a la herencia de Franco, frente al terrorismo, ha logrado consolidar y mantener un impresionante triunfo que da esperanza al mundo entero. Por eso importa lo que ocurrió. Y creo que a nadie le beneficia pretender que la democracia no resultó gravemente perjudicada, porque sí lo fue.

P. En un artículo que publicó EL PAÍS hablaba de la obscenidad del terrorista y de su eco en los medios. ¿Estaba sugiriendo algún tipo de censura?

R. Creo que el periodismo tiene que evitar ser cómplice de lo que supone la pornografía de la violencia. Los vídeos de las decapitaciones en Irak son pornográficos. Su objetivo es humillar y, con esa humillación, proporcionar placer a un sector de la población que disfruta viendo a unas personas humilladas, rogando por su vida. Es repugnante. Los medios están completamente justificados -por cuestión de buen gusto moral- para no enseñar esas imágenes. No es cuestión de censura. Los medios tienen que informar de los hechos, de que existe un vídeo de una decapitación, de que alguien ha llorado rogando por su vida, como tienen que contar todo lo que dice Osama Bin Laden: es importantísimo dar plena difusión a las palabras de los terroristas para poder emitir un juicio crítico. Ahora bien, no veo ningún motivo para emitir unas escenas así. Vivimos en una cultura constantemente amenazada por la pornografía, y la peor pornografía es la de la violencia. Los medios, por principio, no deberían tener la menor relación con ella. Es algo cruel que hace el juego a los terroristas. Y no debemos caer en eso.

P. Ya que hablamos de Irak: usted se ha escandalizado de la indiferencia de algunos con respecto a las elecciones.

R. Hay millones de iraquíes que han arriesgado su vida para poder votar y miles que arriesgan la vida cada día para representar a su pueblo en la asamblea constituyente. En mi opinión, son las personas más valientes del mundo. Todos los demócratas, independientemente de lo que cada uno pensara sobre la guerra, tienen que desearles éxito. Quienes atacan el proceso democrático en Irak son fascistas, y los demócratas liberales deben luchar contra ellos, literalmente, con armas si es necesario. Ésa es la lección de Weimar: no es posible defender la democracia con discursos. La democracia hay que defenderla, incluso empleando la fuerza militar, porque nos enfrentamos a gente que quiere destruirla. Ahora la quieren destruir en Irak, y nosotros queremos que ganen los demócratas.

P. Pero hay muchos terroristas futuros a los que les han salido los dientes en Irak.

R. Irak es las dos cosas: un campo de entrenamiento para los demócratas de la próxima generación, y para los terroristas de la próxima generación. Lo importante es saber quién ganará. No hay la menor duda de que, como consecuencia de la invasión, el país se ha convertido en caldo de cultivo y campo de entrenamiento para gente que llega de todos los rincones dispuesta a matar a soldados estadounidenses. Sin embargo, a quien más atacan y matan es a iraquíes. Es importantísimo que todo el mundo comprenda hasta qué punto los rebeldes en Irak están explícitamente en contra de la democracia, con qué claridad han dicho los dirigentes de Al Qaeda que no quieren que haya democracia en Irak. Son los mismos que entran en una barbería del sur de Bagdad y matan a los clientes porque se están afeitando la barba. Y es una guerra en la que cada uno tiene que escoger su bando: o se está con los que quieren tener libertad para afeitarse, o se está contra ellos. Lo que yo ruego a los europeos, y en concreto a los españoles, es que no permitan que sus legítimas razones para oponerse a la guerra de Irak, a las razones que se dieron y los engaños que se practicaron, y el resentimiento que puedan tener como consecuencia, les impidan ver el fondo de la cuestión, que está muy claro: ¿están a favor de la democracia en Irak, o no? Si están a favor, tienen que querer desesperadamente que los demócratas venzan a los terroristas.

Michael Ignatieff, en el campus de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts).
Michael Ignatieff, en el campus de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts).ED QUINN / CORBIS

El politólogo y la política

HISTORIADOR, ESCRITOR y periodista, Michael Ignatieff (Toronto, 1947) dirige el Centro Carr de Política de Derechos Humanos en la Kennedy School of Government (Facultad de Políticas) de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachussets). Hijo de un inmigrante ruso casado con una canadiense, estudió Historia en Toronto y se doctoró en Harvard. Ha enseñado en Oxford, Londres, París y California y en la London School of Economics; hizo televisión y radio en la BBC, y colabora con The New York Times.

Ignatieff publicó en 1998, tras 10 años de investigación, una excelente biografía de Isaiah Berlin, una de las mentes lúcidas del siglo XX. Es autor de varios ensayos históricos, tres novelas y una memoria familiar, El álbum ruso. Tras viajar a Serbia, Croacia, Bosnia, Ruanda y Afganistán, Ignatieff ha abordado cuestiones de guerra, derechos humanos y sus implicaciones morales en varias obras, desde El honor del guerrero: guerra étnica y la conciencia moderna y Guerra virtual: más allá de Kosovo hasta Los derechos humanos como política e idolatría. En 2003 publicó El nuevo imperio americano: la reconstrucción nacional

en Bosnia, Kosovo y Afganistán.

A primeros de marzo fue el orador invitado en la convención del Partido Liberal de Canadá, y su vibrante discurso, que hizo recordar a Pierre Trudeau, causó una cierta agitación. Ante las especulaciones sobre su posible futuro político, Ignatieff sonríe y se limita a decir: "Estoy muy contento haciendo lo que hago".

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