Poli Díaz
Nunca me gustó el boxeo. Es verdad que cuando observas un combate con alguien que sabe y te explica la técnica puede resultar emocionante, pero no le encuentro el encanto a los puñetazos, y como además termino poniéndome de parte del que pierde, lo paso fatal. Por si fuera poco, el entorno que rodea ese deporte se me antoja bastante sórdido, cuando no mafioso, influenciado tal vez por esas películas de boxeo en las que siempre aparecen hampones de por medio. A pesar de mi ignorancia y mis prejuicios, sabía quién era Policarpo Díaz, y que bajo el apodo del Potro de Vallecas había conquistado ocho campeonatos de Europa y un subcampeonato del mundo. También sabía de su declive y de cómo los que se forraron gracias a él y los que tanto le jalearon no quisieron o no se molestaron en evitar que el potro se desbocara y que, tras fundir una fortuna en juergas y drogas, acabara acampando en Las Barranquillas enganchado al caballo. Su historia fue un clásico de juguetes rotos. El chico que surge de un barrio humilde y que con sus puños logra pasar de poner ladrillos a alcanzar la fama, la gloria y el dinero sin descompresión previa.
Aquel al que, tras engordar su ego hasta límites indecentes, dejaron caer en el cubo de la basura como un pañuelo de papel usado. Con semejante historial es evidente que el personaje no podía suscitarme otro sentimiento que el de lástima, nunca, desde luego, el de admiración. Hace unos días cené con Poli Díaz en casa de un amigo común cuya pasión por el boxeo hasta ahora desconocía. Fue una carambola bien calculada por el anfitrión, pulsador virtuoso de las fibras que hacen sonar a cada ser humano. Salí fascinado con Poli. Alentado por la erudición de mi amigo en materia de boxeo, el púgil relató sus combates explicando lo que sentía en el ring y cómo trataba de cebar a su contrincante para largar su derecha letal. Lo contaba como un niño grandote levantándose de la mesa y gesticulando. Entre asalto y asalto le fui preguntando otras cosas que me interesaban bastante más que sus peleas, descubriendo, primero, a una buena persona, y después, a un gigante. Poli Díaz nos habló de su descenso al infierno. Ese averno llamado Las Barranquillas en el que pasó muchos meses alquilando a los yonquis su tienda de campaña para costearse un pico. Y nos habló de la cárcel, donde pasó tres meses, por dejar en coma de un puñetazo a un tipo que le atracó a punta de navaja. El juez tuvo el acierto de ponerle en libertad, a condición de que todos los lunes analizaran su orina y no apareciera rastro de heroína. Poli limpió sus venas en Navacerrada. Un promotor local le ofreció entrenar y el Ayuntamiento le dio unos cursos de jardinería. El campeón de boxeo que llenó las páginas de deportes de todo el mundo aprendió a ganarse la vida con los setos y las flores. En la zona ha corrido la voz, y desde hace tiempo entrena en el polideportivo municipal a una veintena de chavales que le han confiado su preparación. Todo eso lo cuenta Policarpo Díaz con la fuerza de quien ha trepado por las paredes lisas de un pozo para recuperar el control de su vida. Una fuerza infinitamente superior a la de sus músculos y que le permitió escapar de donde casi nadie escapa. Ahora, con 36 años, dos años menos que el actual campeón del mundo, el Potro de Vallecas quiere volver a intentarlo. Se levanta a las cinco de la mañana y corre con sus perros, monte arriba, para perder peso y ganar musculación. Los que entienden de boxeo y conocen su estado físico dicen que puede ser de nuevo campeón de Europa si alguien se atreviera a combatir contra él.
Sea como fuere, su retorno a los cuadriláteros constituiría un acontecimiento cuya envergadura excede los ámbitos deportivos. Esta vez no sería la historia del joven albañil que alcanza la gloria a puñetazos, sino la del campeón caído cuya voluntad remonta el abismo en que todos le dieron por perdido.
Nadie debería maltratar esa historia con montajes televisivos que le devuelvan al pasado y enturbien su hazaña. Esta vez se ha ganado el derecho a que nadie vuelva a jugar con su vida. Alguien le sopló una frase que Poli ha hecho suya y repite como un eslogan electoral: "He ganado ocho campeonatos de Europa, un subcampeonato del mundo y una guerra". No sé hasta qué punto es consciente de que esa última victoria es la que le hace realmente grande.
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