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Columna
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Ayala 99

José Luis Ferris

Ayer, 16 de marzo, el escritor Francisco Ayala cumplió cabalmente 99 años. Podría decirse que él y Pepín Bello son los últimos supervivientes de aquella irrepetible generación del 27, aunque Bello no cuenta si aceptamos que ni escribió ni pintó nada en su vida; bastante tuvo con hacer de animador y de dicharachero compañero de viaje. Pero lo de Ayala es para quitarse el sombrero. Y es para descubrirse porque en él concurren el pensamiento, la gracia, el sarcasmo y la palabra precisa, y porque además estamos ante un testigo impagable del siglo que se nos fue, ante el hombre que nos sigue abrumando con una lucidez como recién estrenada. Sus artículos, crónicas, cuentos y novelas hablan por sí solos de la mano que los creó pero, ante todo, de lo que vieron los ojos de Paco Ayala en casi cien años de vida.

Para él, para Francisco Ayala, su propia vida está inscrita en el conjunto de su literatura, como debe ser en todo escritor que se precie. Este andaluz de Granada que vivió desde muy joven el Madrid de los 20 y los 30, al lado de Ortega y Juan Ramón, de Federico y de Alberti, de Maruja Mallo y Ernestina de Champourcin, ha sido un narrador de muchos mundos, un andarín incansable por aquella capital anterior a la guerra civil, pero también un viajero impenitente por Nueva York, Berlín y Buenos Aires. "La guerra cambió abruptamente nuestras vidas", comenta Nina Ayala, la hija del escritor. "Antes de abandonar España mi padre hubo de sufrir la pérdida del suyo y de un hermano muy joven, además de la posición profesional que ya había alcanzado. Él supo afrontar esos tristes acontecimientos con total entereza... Creo que esa fuerza interior supo trasmitírmela con su manera de ser y con su ejemplo".

Ahora, a sus 99 años, no le quedan amigos de entonces, pero sus ojos miran también por ellos, interpretan y esclarecen la compleja realidad humana como si el tiempo no hubiera pasado. Su memoria es un prodigio de datos, nombres y lugares, y su voz, entre granadina y porteña, cecea con el discreto entusiasmo de quien pide perdón por seguir viviendo, de quien pide permiso para estrenar un nuevo día.

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