La espiral del odio
El clima de odio que está sofocando la vida pública española hunde sus raíces en la irracional resistencia mostrada por los dirigentes y portavoces mediáticos del PP a abandonar sus estrafalarias conjeturas conspirativas sobre la autoría del 11-M; los abrumadores indicios sacados a la luz durante los últimos meses por la policía, la Guardia Civil, el Centro Nacional de Inteligencia, el ministerio fiscal y el juez de instrucción descartan la supuesta participación de ETA y de los servicios secretos marroquíes y franceses -con las oscuras complicidades añadidas de policías, políticos y medios de comunicación españoles- en el atentado. El colérico encono engendrado por los desmentidos de la realidad a ese delirio onanista se dirige de rebote al menor pretexto imaginable contra figuras independientes que se ganaron sus galones de demócratas durante la dictadura y que ayudaron a construir el orden constitucional.
La discrepancia razonada y la crítica argumentada están siendo progresivamente sustituidas por los linchamientos morales y los asesinatos de carácter. Sirvan como último ejemplo las feroces embestidas lanzadas desde la Radio de los Obispos contra el actual presidente del Consejo de Estado a cuenta de sus opiniones -por definición discutibles- sobre el término nacionalidades en el marco de un debate académico; desde su exigüidad intelectual y su menudencia moral, esos furiosos monaguillos no podrían alcanzar -ni subidos de pie los unos sobre los hombros de los otros - la estatura personal y profesional de Francisco Rubio Llorente, secretario general de las Cortes Constituyentes y ex vicepresidente del Tribunal Constitucional.
Ese tipo de periodistas, consagrados a la tarea de utilizar en provecho personal el amarillismo y de resucitar digitalmente los sapos de la Restauración para chantajear a empresarios y políticos también han distinguido con su vesania a Gregorio Peces-Barba, miembro de la ponencia de la Constitución de 1978 y presidente del Congreso en 1982. Sin embargo, los libelistas retratados por Baltasar Garzón ("nunca se sabrá todo lo necesario para hacerse una idea clara del retorcimiento de los pensamientos, actitudes y fines venales que los guían en todos y cada uno de sus actos") de manera tan valerosa en su libro Un mundo sin miedo (Plaza y Janés, 2005, página 76) no han estado solos en esa infame cruzada. Durante la manifestación del 22 de enero convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo para impedir la eventual excarcelación de condenados de ETA, no sólo el ministro Bono fue agredido verbalmente y zarandeado por militantes del PP que habían sido previamente movilizados por su partido para protestar contra el Gobierno. Una provocadora pancarta aludía también a que Peces-Barba -nombrado semanas antes Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo- fue hace 35 años abogado en el Consejo de Guerra de Burgos que condenó a muerte a seis etarras; este generoso recordatorio tal vez podría servir de advertencia a ex militantes de ETA que actualmente simpatizan con el PP.
Hace una semana, la antología de insultos contra Peces-Barba procedentes de periodistas y manifestantes quedó notablemente enriquecida por un representante de la soberanía popular. Después de que la senadora del PP María Mercedes Coloma caldeara previamente el ambiente con su matizado juicio sobre los socialistas ("los mayores dictadores de la historia de España"), su colega en la Cámara alta Ignacio Cosidó atribuyó el nombramiento de Peces-Barba al propósito gubernamental de "dividir, silenciar y neutralizar" a las víctimas, exigió su inmediato cese o dimisión y ofreció la ingeniosa propuesta de rebautizar el cargo -caso de no ser sustituido- como Alto Comisionado para el Diálogo y el Amparo de los Verdugos Terroristas. El respeto por las víctimas del terrorismo ofrece una doble dimensión: el homenaje a los muertos y el apoyo a los supervivientes heridos; los familiares de las víctimas, de su lado, también tienen derecho a recibir la solidaridad simbólica y material de las instituciones públicas. Pero la primera exigencia de ese trabajo individual y colectivo de duelo es que nadie pretenda patrimonializar -desde una asociación determinada- esa memoria dolorosa, y menos aun tratar de monopolizar -desde unas siglas políticas- los sentimientos y las emociones colectivas.
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