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Columna
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Amnistía

Aquel día de 1961 el metro de Londres iba repleto de pasajeros de pie como cualquier mañana laboral, pero el abogado Peter Benenson tuvo suerte y consiguió sentarse en una plaza libre. Iba leyendo el periódico cuando una noticia llamó poderosamente su atención. Era una información en la que se relataba la tragedia de dos estudiantes portugueses encarcelados por haber cometido el delito de brindar por la libertad en un restaurante de Lisboa. Siete años de cárcel fue la condena impuesta a los jóvenes por la dictadura de Salazar. Benenson no acababa de creerlo. Al fin y al cabo él era inglés y en aquella época Gran Bretaña era un país en el que cuando alguien llamaba a la puerta de tu casa a las cinco de la madrugada, sólo era el lechero.

Una vez superado el estupor inicial, la incredulidad de Benenson se fue transformando en indignación y cuando salió a la llovizna de las calles londinenses, no cabía en sí de cólera. Buscó todos los apoyos que pudo. Habló con otros abogados, editores y escritores de Londres y consiguió formar una asociación en torno a la vieja divisa formulada un siglo antes por otro mosquetero llamado Voltaire: "Aunque no comparta tus ideas, estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarlas". Poco después llegaba el primer artículo de la asociación a la redacción del diario The Observer. Acababa de nacer Amnistía Internacional.

Benenson, desde muy joven, había mantenido contacto con los republicanos españoles exiliados en Inglaterra y una de sus principales fijaciones durante aquellos años fue concienciar al mundo de la represión que sufrían los presos políticos en las cárceles franquistas. No sé si fue por esta querencia hacia el bando perdedor o por sus lecturas de adolescente o quizá por alguna clase de justicia poética que Peter Benenson apareció en mi vida en la navidad de 1975. Aunque entonces Franco ya había muerto, aquí las cárceles todavía continuaban llenas y seguían celebrándose juicios sumarísimos. Recuerdo el frío de diciembre en el acuartelamiento nevado de Hoyo de Manzanares y a Tierno Galván con un abrigo gris marengo sosteniendo junto a la garita de control una tarta para los militares demócratas que estaban a punto de ser juzgados. Todavía conservo una foto en la que el viejo profesor aparece rodeado de una caterva de chiquillos de todas las edades que éramos nosotros con gorros y bufandas invernales. Pero más que el frío era la tristeza lo que oscurecía el mundo aquella navidad. Aunque nadie pensaba en regalos, no dejábamos de ser críos y sobre todo los más pequeños albergaban una lejana, minúscula esperanza de que los Reyes Magos hicieran un milagro. Pues bien, el milagro sucedió. La mañana del 6 de enero, bajo del árbol de navidad apareció una caja sellada con las letras rojas de amnistía internacional y el emblema de la vela rodeada por un alambre de espino. En su interior había jerseys de lana, botas, cuadernos para dibujar, una cometa con hilos azules y blancos y también una novela con el título emocionante y seguramente intencionado de: Capitanes intrépidos.

Nunca supe cómo era el rostro que estaba detrás de este cuento navideño hasta que la semana pasada leí en el periódico la noticia de la muerte de Peter Benenson y pude ver su fotografía. Tenía un semblante de hombre bueno e irónico, con el pelo blanco, los ojos inteligentes y una tenacidad a prueba de infortunios. "Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad", solía decir. Por esa vela, dondequiera que estés, gracias, Benenson.

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