La existencia cumplida y el poeta yacente
Este epistolario, que reúne cartas de Aleixandre a José Antonio Muñoz Rojas (Antequera, 1909), se inicia en 1937 y se cierra en 1984, con la muerte del primero. Editado con pulcritud filológica por Irma Emiliozzi, el volumen compendia casi medio siglo de amistad, sin contar con que ambos poetas se conocieron en 1929, cuando un Muñoz Rojas de sólo 19 años hizo llegar al sevillano Versos de retorno, su estreno literario. Las cartas anteriores a 1937 se perdieron en la guerra, durante la que Aleixandre padeció un recrudecimiento de su enfermedad renal que lo tuvo cerca de la muerte. Tras la victoria franquista, todavía físicamente disminuido, escribe: "Creo que te he dicho que me salvé de una muerte (cuando fueron los rojos a matarme en aquel verano sangriento) porque no estaba en casa ni en Madrid; que estuve después detenido; que en noviembre de aquel año estuvimos otra vez perseguidos por encontrar aquellas fieras en nuestra casa (donde no estábamos) una guerrera de mi padre, militar retirado"; etcétera.
Dado el dilatado periodo a que corresponde el epistolario y la sinceridad tan sin tapujos del mismo, es fácil ponderar su interés. En él muestra Aleixandre una fina capacidad de observación, propia de quien hizo de sus dolencias y alifafes una manera de estar en el mundo, pero también de retirarse de él. Acaso por sus limitaciones físicas, Aleixandre redujo la vida a la literatura; de ahí el valor de sus comentarios sobre su propia obra. En el micromundo amable y triste de este poeta yacente hay lugar, no obstante, para compadecerse de la desgracia ajena y verter su mirada limpia sobre el entorno. Uno de sus motivos recurrentes permite ver la nobleza de su alma: tras la muerte de Miguel Hernández, sus cartas insisten una vez y otra, con más pertinacia que discreción, en pedirle a Muñoz Rojas que gire su cuota de 125 pesetas a Josefina, la viuda, para que pueda subvenir a sus necesidades y las del hijo.
Aleixandre no guardaba las
cartas que recibía, lo que hace de éste un epistolario de dirección única. Debido a ello, la figura de Muñoz Rojas aparece entrevelada, como hombre de religiosidad arraigada, escindido entre el campo y los libros, aposentado en la felicidad hogareña, excelente traductor y autor de una obra escrita como al desgaire. Las cartas de Aleixandre registran la trayectoria estética de Muñoz Rojas, se detienen en su tributo garcilasista (Sonetos de amor por un autor indiferente, 1942), atienden al proceso de composición de Historias de familia y elogian sin reservas las prosas poéticas de Las cosas del campo, en cuya emoción de la naturaleza no encuentra parangón desde Miró.
Correlato de la niebla que rodea a Muñoz Rojas en estas cartas, al figurar como interlocutor mudo, es la que ha desdibujado su presencia en la vida literaria española. Recientemente, las cosas han cambiado muy a su favor. Sin contar con la reedición de algunas obras centrales y con sus delicias memorialísticas, la poesía ha seguido fluyendo de la pluma de este poeta ya casi centenario. En La voz que me llama, su último libro hasta hoy, la música ha abandonado los caireles de la forma y el golpeteo de los acentos regulares, y el conocimiento del mundo está referido por un lenguaje pegado al hueso. Se mantiene en el libro la tersura contemplativa de sus títulos de plenitud, pero la escuálida cobertura retórica y la disposición sincopada lo sitúan en un territorio desguarnecido. Arrumbada la nervadura estructural de su obra de madurez, siempre más dada a la descripción intrahistórica que a los fulgores imaginativos, aquella potencia expresiva se ha transformado en un hilo discontinuo de miradas blancas y meditaciones en suspensión. Aunque sin los antiguos verdores, en estos poemas de invierno es posible percibir aún el temblor de la verdadera poesía.
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