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Crítica:LA PLAGA DEL SIGLO XXI
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ignatieff y el fantasma del mal

José María Ridao

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Tan sólo en los últimos párrafos de El mal menor, Michael Ignatieff (Toronto, 1947) parece ofrecer una de las claves decisivas para comprender y poner en contexto sus arriesgadas reflexiones sobre la eventual aceptación, aunque siempre sometida a condiciones, de prácticas execrables por parte de los sistemas democráticos. "Estoy obsesionado, como creo que podríamos estarlo todos nosotros", escribe Ignatieff, "por el fantasma de un ser solitario extraordinariamente poderoso que sería el cruel castigo de la mismísima estima moral que nuestra sociedad prodiga sobre la idea del individuo".

El mal menor es, sin duda, resultado de esa obsesión. Pero es, además, resultado de una opción implícita acerca de la procedencia del fantasma que la alimenta: aunque Ignatieff admite que el sistema democrático puede desmoronarse bajo el empuje de sus propias respuestas a una sucesión de atentados masivos, el ser solitario que le hostiga no es tanto un dictador surgido de las ruinas del Estado de derecho cuanto un ciudadano privado, un terrorista.

EL MAL MENOR

Michael Ignatieff

Traducción de María José Delgado Sánchez

Taurus. Madrid, 2004

260 páginas. 21 euros

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Y de ahí que, pese a que su reflexión se extienda en ocasiones sobre los riesgos que acechan a las democracias desde dentro, el núcleo sustancial de la argumentación recogida en El mal menor sea un intento de fundamentar, ética y políticamente, un catálogo de medidas que, como la limitación de derechos, la tortura, el asesinato selectivo o la guerra preventiva, haría más eficaz, siempre según Ignatieff, la respuesta del sistema liberal a un tipo de amenaza como la que se concretó el 11 de septiembre.

El mal menor, la doctrina

del mal menor que patrocina Ignatieff, se presenta así como una tercera vía, con todas las ventajas y todos los inconvenientes que puede acarrear una aproximación de esa naturaleza a los gravísimos problemas que aborda, y que afectan a las condiciones básicas del sistema democrático. Entre las ventajas, se encuentra el reconocimiento y el compromiso, explícito y en ocasiones solemne, con algunos de los rasgos fundamentales del Estado de derecho, como la primacía de las normas sobre la fuerza, la necesidad de juzgar a los individuos por lo que hacen y no por lo que son, la igualdad ante la ley o, en fin, la obligación de que los poderes públicos rindan cuentas de todas sus opciones, incluidas las adoptadas en materia de seguridad, favoreciendo la transparencia y el control político en lugar del secreto.

Las críticas de Ignatieff

cia algunas medidas patrocinadas por gobiernos democráticos tras el 11 de septiembre resultan atractivas, como las relativas a las detenciones masivas de varones solteros de origen árabe en Estados Unidos o los argumentos que se utilizaron para justificar la guerra de Irak. También son dignas de subrayar sus consideraciones sobre la obligación de respetar los acuerdos internacionales y el sistema multilateral, la inviabilidad de extender el sistema democrático mediante la imposición violenta o la conveniencia de distinguir entre diferentes tipos de terrorismo. Pero la duda que suscitan estas y otras observaciones, por lo demás sobradamente conocidas en la reciente literatura política, es la de saber si, como suele suceder con las aproximaciones intermedias, con las terceras vías, no buscan poner a salvo al autor de las severas objeciones que despiertan sus argumentos más arriesgados, en los que el deseo de equilibrio, de mediar entre posturas divergentes, lleva a reconocer la parte de verdad que, a su juicio, contendrían las doctrinas menos escrupulosas con ciertos métodos del pensamiento autoritario.

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Entre los inconvenientes de

la doctrina del mal menor se encontrarían, por su parte, algunos de los más habituales en las aproximaciones que persiguen un consenso o un compromiso entre posiciones antagónicas. En particular, la necesidad de simplificar los extremos entre los que se pretende una conciliación. Al buscar el acuerdo entre actitudes ideológicas que, presentadas en la forma que se presentan, nadie reconoce como propias, Ignatieff sacrifica cualquier posibilidad de que su trabajo sea admitido como una síntesis por quienes caracteriza como estrictos defensores de la libertad y de las garantías, por un lado, y como pragmáticos defensores de la seguridad, por otro.

Pero sacrifica, además, y ésta es quizá una de las mayores objeciones que cabe interponer a El mal menor, el análisis estricto de la realidad, adentrándose en una arborescencia de disquisiciones escolásticas, en las que las palabras y las relaciones que se establecen entre ellas importan más que aquello que designan. Se favorece de este modo la proliferación de paradojas como la de considerar más inaceptable la tortura que el asesinato selectivo, sin que, por otra parte, Ignatieff considere en ningún momento necesario pronunciarse sobre la pena de muerte, ya sea en tiempos de paz o en tiempos de guerra.

O abiertas contradicciones, como la de encuadrar la doctrina del mal menor en el contexto de una sociedad que "cree que se enfrenta al mal mayor de su propia destrucción" y, en lugar de desmentir esa creencia, en lugar de construir los razonamientos a partir del hecho, señalado por el propio Ignatieff, de que "es la respuesta al terrorismo, más que el propio terrorismo, lo que hace más daño a la democracia", especular sobre las transformaciones de signo restrictivo, incluso autoritario, que habría que introducir en el sistema para evitar su colapso ante los atentados.

Por momentos, la reflexión

desarrollada en El mal menor se superpone con algunos problemas clásicos del pensamiento político y es entonces cuando más se evidencian las limitaciones para encontrar un camino intermedio entre las principales respuestas a la hora de afrontar el terrorismo tras el 11 de septiembre. Ignatieff se adentra así, en primer término, en unas someras consideraciones sobre el estado de excepción, analizando el pensamiento de Carl Schmitt y algunas experiencias históricas, en particular la de Estados Unidos durante la Guerra de Secesión. Declarado en consonancia con determinadas garantías, el estado de excepción, defiende Ignatieff, no destruye la norma sino que la protege.

A continuación, aborda problemas relativos a la legitimidad del uso de la violencia, tanto por parte de los Estados como de los grupos insurgentes. Para unos y para otros, recuerda Ignatieff en las que, tal vez, son las páginas más sugerentes de El mal menor, deben regir las Convenciones de Ginebra, y en particular los preceptos que establecen una protección especial para las poblaciones civiles, si quien recurre a la violencia pretende evitar la contaminación del fin que dice defender por los medios que efectivamente emplea.

"A las personas libres que están habituadas a vivir en paz", escribe Ignatieff en uno de los últimos párrafos, "les resulta difícil admitir que se están enfrentando realmente con el mal". ¿El mal? Tal vez sea ése el nombre del fantasma que le obsesiona, el enemigo contra el que se levantan sus argumentos. Pero, por desgracia, contra el mal no cabe establecer políticas, sino tan sólo exorcismos y conjuros. Y uno de esos exorcismos, uno de esos conjuros, podría consistir en imaginar que los "males menores regulados constitucionalmente" alejan el riesgo de sucumbir a los "males mayores" que carecen de regulación. En realidad, unos y otros serían idénticos, sólo que privados del aval de la ley.

Atentado terrorista contra la discoteca Kuta, en Bali, en octubre de 2002.
Atentado terrorista contra la discoteca Kuta, en Bali, en octubre de 2002.AP

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