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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Con Todorov, en Sitges

Monika Zgustova

En este sosegado día invernal paseamos al lado del mar, en Sitges. El lingüista, historiador y filósofo Tzvetan Todorov me cuenta la historia de su exilio en Francia, procedente de la Bulgaria comunista. Habla de los totalitarismos del siglo XX y sus palabras me hacen pensar en el tema de la conferencia que acaba de pronunciar en Sitges, en el ciclo Conflictos y convivencias. Humanismo y movimientos sociales en el mundo contemporáneo, organizado por iniciativa del dinámico concejal del Ayuntamiento de Sitges Gabi Serrano, en el que participaron además los pensadores Susan George, Sami Naïr e Ignacio Ramonet, entre otros. El tema de Todorov era la guerra de Irak; después de la conferencia, Sami Naïr hizo unas lúcidas observaciones sobre Israel, que en la última década ha servido a Estados Unidos como ejemplo de estrategia militar. En su discurso, Todorov, como buen conocedor de los procesos de la colonización -dedicó un libro a México-, comparó la consigna civilizatoria de los colonizadores europeos con el estandarte norteamericano de paz, libertad y democracia bajo el que las tropas estadounidenses entraron en Afganistán e Irak para aportar al país el caos y más terrorismo. "Cuando hablan las armas, el discurso se acaba", dijo, y recomendó el pluralismo como el mejor de los antídotos.

El lingüista, filósofo y escritor Tzvetan Todorov estuvo en Sitges. Habló de su periplo desde la Bulgaria comunista hasta Francia

También los totalitarismos del siglo XX llevaban a cabo la represión en nombre de ideales humanitarios, dijo en la conferencia, y ahora, mientras paseamos observando el mar plomizo, recuerda el gris ambiente comunista: "Cuestionar las decisiones del poder supremo era algo impensable", dice. "Era como protestar contra la lluvia. El régimen comunista había alcanzado cierta perfección: parecía natural, en consecuencia inmutable. Cuando se es joven, como yo antes de emigrar, se sueña con algo mejor que no debe tardar en venir". "Se esperaba a Godot", le digo. "Sí, y por eso mismo la gente se refugiaba en la bebida. Esa es una de las formas de anestesia que se practican bajo el totalitarismo. Incluso yo no estuve lejos de engancharme a ello. Durante los últimos años de mi vida en Bulgaria vivía embriagado prácticamente todo el día. Había esa necesidad de huir del encierro, de esa impresión de que uno chocaba contra un muro. La corrupción exterior era la contaminación. Como en los países del Tercer Mundo, pero industrializados: la naturaleza estaba contaminada, al igual que las personas. Sólo cabía resignarse a vivir en la sordidez". Y Todorov añade con una risa melancólica: "De hecho, elegí lo más fácil: abandoné Bulgaria".

Después de su llegada a París en 1963, a los 24 años, Todorov se formó en las bibliotecas, donde pasaba días enteros estudiando, y a través de sus encuentros con Émile Benveniste, Roman Jakobson y Roland Barthes. Tras formar parte de los círculos unidos al estructuralismo y al nouveau roman, se aleja de ellos; lo comenta así: "Me llegué a preguntar si el nouveau roman no había sido, de hecho, antihumanista. Un poco más tarde me hice la misma pregunta a propósito del estructuralismo". Pienso en esa época de los ismos en la que una buena parte de la intelectualidad occidental no sabía vivir sin la ideología de los trotskismos o deconstructivismos de turno, y le comunico esa idea a Tzvetan Todorov, que sonríe: "Como mi ex amigo Glucksmann, siempre tan dinámico; de Aron a Mao, de los nuevos filósofos hasta una especie de intervencionismo moralizante...". Y cuenta que lo que le cambió a él fue, entre algunos otros encuentros intelectuales, una larga noche que pasó con Isaiah Berlin, el gran historiador de las ideas de origen judío ruso, en su magnífica casa en Oxford. "Me contó sus encuentros con Ajmátova y Pasternak después de la II Guerra Mundial; no buscó influirme, se conformó con ser él mismo; es decir, una personalidad fascinante. Sus preocupaciones estaban lejos de la poética y la semiótica y, sin embargo, lo que decía sobre la política, la historia y las personas me conmovió profundamente. Sentí que no debía seguir poniendo entre paréntesis esa parte mía".

Intercambiamos impresiones sobre el hecho de vivir desplazados, condición que compartimos. "Una vez adquirida la nacionalidad francesa, y tras 10 años pasados en Francia, me di cuenta de que no sería jamás un francés como los demás. En relación con la identidad nacional, mantendría siempre una distancia que las personas nacidas y educadas en Francia jamás sentirían". La mujer de Todorov también es una desplazada: la escritora canadiense Nancy Houston vive en París y abandonó su lengua materna, el inglés, para escribir en francés. Le digo al filósofo que he observado en muchos inmigrantes y exiliados un rasgo común: que su desarraigo se manifiesta en una clara falta de interés por la política del país de adopción. "Este no es mi caso", comenta Todorov, "es gracias a mis hijos, franceses, que me siento unido a mi país de adopción".

Mientras le acompaño al aeropuerto, Tzvetan Todorov me habla con entusiasmo de uno de sus grandes amores, la poesía rusa del siglo XX: acaba de editar un gran volumen dedicado a la obra autobiográfica de Marina Tsvetaeva.

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