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Columna
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¿Se hundió el Carmel?

Josep Ramoneda

Si la política catalana sigue por el camino emprendido estos días llegará un momento en que cualquier émulo de Jean Baudrillard podrá preguntarse si realmente el hundimiento del Carmel existió. Desde que Pasqual Maragall mentó el famoso 3%, el debate político ha entrado en una vía de alucinante alejamiento de la realidad. Ni el Carmel, ni las comisiones, ni el 11-M, a juzgar por la desmemoria de los diputados catalanes, ni siquiera los malos tratos a las mujeres, a juzgar por la lamentable comparación del presidente, han existido.

La elisión de la realidad no es nada nuevo en Cataluña, donde se ha confundido a menudo la ritualización del conflicto propio del juego democrático con neutralización y ocultación. La tan reiterada metáfora del oasis no era más que una manera de esconder las zonas de sombra aceptada implícitamente por la totalidad de las fuerzas políticas. El propio nacionalismo se presentó siempre como un partido por encima de los conflictos y las contradicciones sociales; es decir, fuera de la realidad. Se podía esperar que la llegada de la izquierda al poder sirviera para desmontar el decorado que representaba esta casa de todos, convertida en un inmenso kitsch. El kitsch, como ya advirtió Milan Kundera, no es más que la ocultación de la mierda.

Pero el tripartito ha recreado los mitos del pasado hasta que la cruda realidad, en forma de hundimiento, ha llamado a su puerta. El presidente Maragall ha utilizado como patada defensiva una metáfora del oasis: 3%. El efecto ha sido inmediato: del problema real -la situación del Carmel- se ha pasado al problema gremial: la lucha descarnada por el poder político. La huida a ninguna parte del presidente; la huida hacia los costados de Esquerra Republicana -otra vez en el territorio ficticio de la equidistancia, es decir, de la dejación de responsabilidad; la huida hacia la querella vergonzante que los máximos dirigentes de CiU ni siquiera se atreven a firmar; la huida hacia la moción de censura inviable del PP, que ve con satisfacción como el globo catalán, al que sólo había podido subir de rondón ante la debilidad de CiU en la legislatura pasada, se deshincha.

Por si fuera poco, atrapado en un callejón que él mismo construye con ahínco cada día, el presidente Maragall ha optado por la vía populista, siguiendo el estilo de defensa victimista tan utilizado por su antecesor. Si antes la víctima era Cataluña y los verdugos los eternos enemigos de la patria catalana, ahora la víctima es la izquierda y el enemigo la troglodita derecha de toda la vida.

El problema de esta estrategia es que empieza en la exageración y la desproporción, y acaba, inevitablemente, en el despropósito. No hay nada peor que hacer afirmaciones que no se corresponden con lo que la gente percibe. No hacen ganar prestigio ni credibilidad al que las formula y en cambio agrandan el abismo entre gobernantes y gobernados. Comparar una querella y una moción de censura con una guerra civil no tiene gracia ni siquiera como chiste. La osadía de comparar los apuros del tripartito con los malos tratos a las mujeres supera ya cualquier límite. Hay dramas ante los que no caben las bromas, y mucho menos tratándose de un presidente. La condición de víctima -que la mayoría de las veces no es escogida, sino sufrida- no otorga superioridad moral, pero si merece el más absoluto respeto. Y respeto quiere decir dos cosas: reconocerlas y no manipularlas. Un desliz en relación con las víctimas es un síntoma inequívoco de pérdida de sentido de la realidad. Sólo si se tiene la mente totalmente ocupada en cómo conservar el poder, se puede cometer la frivolidad de comparar los apuros propios del oficio de gobernante en un país democrático con los malos tratos a las mujeres.

Los gobernantes se han quedado desnudos: de pronto, los problemas reales han desaparecido y sólo han quedado en la escena fugas, querellas, mociones, movimientos, desplantes, amenazas. El peor efecto de lo ocurrido es que crece entre la gente la sensación de que sus problemas no interesan lo más mínimo. ¿Cómo se recupera la confianza? Mientras el 3% planee como una nube que no acaba de descargar nunca; mientras la huida hacia delante continúe generando despropósitos y el presidente siga abriendo un nuevo frente de enemistades cada día, seguirá reinando el desconcierto.

Pero ¿de qué se trata? De reconstruir el simulacro nacional, como pretende CiU, blanqueando al mismo tiempo cualquier pasado; de mantener al tripartito tambaleante hasta final de legislatura; o realmente de provocar el reencuentro del país consigo mismo después de tanta simulación. Me temo que la tercera hipótesis no está ni siquiera en el orden del día, por más que es lo que mucha gente esperaba de la izquierda. A pesar de las apariencias, se vuelve al pasteleo, como se ha demostrado al rechazar CiU y el tripartito la comparecencia de Pujol y Maragall en la comisión del Carmel. Entramos en una de las más absurdas carreras de ficción política. A media voz, se da casi por seguro que habrá elecciones anticipadas en el término máximo de un año. De modo que en los próximos meses asistiremos al lamentable espectáculo de cinco partidos intentando endosarse mutuamente la culpa del fracaso del Estatut. Mediocre futuro, que deja a los políticos que realmente han tocado realidad y han tratado de resolver problemas concretos, que también existen, fuera de toda visibilidad.

¿Hay que entender esta crisis como una transición inevitable? ¿Es un desorden por el que se tenía que transitar forzosamente para salir de los 23 años de ficción nacionalista? ¿Es simplemente el fracaso de los que prometieron hacer las cosas de otra manera? Creo que la verdadera cuestión es otra: ¿hay alguien capaz de devolver la respetabilidad a las instituciones dejando al mismo tiempo que emerja la verdadera realidad del país y enterrando para siempre esta ficción que ha sido el oasis catalán? Si algún día este liderazgo aparece el tripartito quedará justificado como un episodio de transición.

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