Distinción
Hace unos días el editor Jorge Herralde fue nombrado miembro de la Orden del Imperio Británico. Una distinción justa donde las haya, porque después de Sherlock Holmes nadie ha hecho tanto por el Imperio Británico como Jorge Herralde. La ceremonia la ofició el señor embajador, desplazado expresamente a Barcelona. Una ceremonia sobria, cordial, elegante y un punto excéntrica, como corresponde al acto de nombrar a alguien oficial sin tropa de un Imperio inexistente. Esto, claro está, no importa, porque se trata de una metáfora, es decir, de un hecho literario.
En España no existe una distinción que implique un reconocimiento semejante. Por descontado, en España hay muchas condecoraciones, pero van destinadas a ciudadanos españoles y por lo general se conceden con ocasión de una hazaña militar, o para premiar el conjunto de una obra casi a título póstumo, aunque no faltan las de alcance más amplio, como la medalla al Mérito Filatélico, que recompensa "la labor de fomento y difusión de la filatelia", una distinción sin valor económico, pero muy preciada porque con ella se liga una barbaridad.
Lo más parecido que tenemos a la distinción británica es la Orden de Isabel la Católica. Fue creada en 1815 por Fernando VII, un rey conocido por el sobrenombre de El Deseado cuando accedió al trono y, más tarde, por el de El Narizotas. La orden tenía por objeto premiar "la lealtad acrisolada a España" y "la prestación de servicios excepcionales a favor de la prosperidad de los territorios americanos y ultramarinos". El problema está en la interpretación de esta cláusula. Mientras el Imperio Británico, que se toma muy en serio a sí mismo, no ha vacilado en conceder su distinción a los Beatles o a Beckham, junto a Borges o Agatha Christie, los sucesivos gobiernos españoles han repartido la nuestra entre altos dignatarios extranjeros, algunos tan señalados como Sadam Husein, que la recibió de las manos trémulas de Franco en 1974. Da la impresión de que se la hemos ido dando a quien nos hacía un poco de caso o, en años de carestía, a quien nos aguantaba. En un país prevalece el espíritu de la ley, y en el otro, la letra. O, dicho de otro modo, lo que para los británicos es algo literario, para nosotros es sólo literal.
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