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Columna
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La presunción

Resulta ciertamente difícil, en estos tiempos alborotados, digerir los sucesos y acontecimientos que nos brinda la actualidad. No sólo son muchos y variados, sino que admiten diferentes versiones, según el medio que los difunda, aparte del intercambio de impresiones con familiares, amigos, compañeros de trabajo y conciudadanos en la cola del autobús. La propia abundancia va en detrimento del rigor informativo y se da con frecuencia el caso que soporta distintas exposiciones y no sabemos a qué carta quedarnos, ya que rara vez se produce la escueta información, aunque de lo que se trate parezca no admitir más de una interpretación. A ello contribuye la urgencia con que se tramita el asunto, pretexto que absuelve a los informadores azacaneados por la dictadura de la primicia.

Me vuelven los principios de mi trayectoria profesional, bien distinta de la actual. No se trata de la manía senil por creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, algo de imposible comprobación para quienes llegan después, sino de ciertas exigencias que si no se practican es, en gran parte, a causa de esa obsesión por la exclusiva y la novedad. Claro que también influye la formación de los profesionales que -esa impresión tengo- salen de las facultades de periodismo con un bagaje muy sucinto. El buen profesional -como en la medicina, la abogacía o la actividad, académica o no, que se prefiera- se hace a sí mismo, y en este oficio es menester una cultura, si no honda, al menos muy amplia. Se exigía o pretendía antaño, aunque el cronista, el corresponsal, el reportero se permitiera el lujo de cierta frivolidad en la redacción de sus despachos, remitidos por telégrafo o mascullados por teléfono, a menudo en penosas circunstancias. Y ello porque los textos enviados eran leídos por un redactor-jefe y por unos responsables oficiales de imprenta, ya desaparecidos: los correctores, que eran dos, el "lector" y el "oidor", términos fáciles de entender: uno leía y el otro escuchaba con aguzada percepción que, en caso de duda, resolvían el diccionario o la enciclopedia que nunca faltaba en la mesita compartida. A pesar de ello había erratas, atribuidas a los revoltosos duendes de las imprentas, que, aunque invisibles, habíalos. Se echan de menos los correctores, especialistas en cazar errores y fallos ortográficos o sintácticos.

La generalizada superficialidad en el manejo del idioma viene sepultada, inmediatamente, por el alud de noticias recientes. No es lo más importante el descuido a la hora de redactar, sino la desenvoltura con que se relatan pormenores científicos, matemáticos, geográficos o legales. No es infrecuente que a un barco se le atribuya el tonelaje que pudiera desplazar la provincia de Logroño lanzada al mar; o la atribución de un emplazamiento en nación o territorio distinto. Se usa y abusa del término asesinato, cuando lo correcto es llamarlo crimen u homicidio hasta que se determine su exacta definición. Está reciente aún el error judicial cometido en el caso de la muerte de Rocío Waninkof, prejuzgado en los medios de comunicación y equivocado en el veredicto de un jurado, evidentemente sugestionado por el ambiente. No hace tanto que el mundo entero, y especialmente los Estados Unidos, vivió el juicio por presunto parricidio del jugador de fútbol americano O. J. Simpson.

La ignorancia de los términos legales nos remitió la sentencia de haber sido declarado inocente, lo cual no se corresponde con la realidad forense de aquel país, donde los jurados se limitan -¡nada menos!- que a estimar si un acusado es culpable o no, según las pruebas y la información que proporcionan la defensa y la acusación. La sentencia corresponde al juez que los preside y lo que hay que demostrar es la culpabilidad, no la inocencia. A pesar de que lo estamos viendo continuamente en las películas que tratan sobre el tema, aquí sólo son presuntos los etarras. Se ha llegado a calificar -con la anuencia de casi todos- la muerte causada por el disparo de un tanque, situado a más de 300 metros, de asesinato. Pienso que se utilizan las palabras con cierta trivialidad, que también pudiera ser escasez de vocabulario y conocimientos. Por ahora la imaginación madrileña se encuentra sobrecogida por el incendio del rascacielos Windsor, pero no tardarán en difundirse todo género de especulaciones, tengan o no tengan verdadero fundamento. Y, en este caso, no faltará la razón, pues disponemos, desde el primer momento, de la visión fotografiada de varios fantasmas.

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