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Columna
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Fuera de Líbano. Pásalo

Andrés Ortega

Cuando los pueblos pierden el miedo y se ponen en marcha es difícil pararlos. Menos aún cuando desde fuera se les ayuda, o incluso se les empuja, como ha ocurrido en Ucrania, y ahora en Líbano. El ejemplo de la revolución naranja de Kiev ha cundido. En esa ocasión la gente se echó a la calle para denunciar un fraude electoral, como en su día ocurrió en Belgrado. Esta vez, en Líbano, ha sido el asesinato de Rafik Hariri la gota que ha desbordado el vaso. Decenas de miles de libaneses -musulmanes, cristianos, drusos y otros, juntos- se han echado a la calle para exigir la dimisión del Gobierno prosirio -que han conseguido- y la salida de las tropas (y servicios secretos) sirios, paso que viene pidiendo la ONU y que impulsan notoriamente Washington y París (y en su estela casi todo el mundo, incluida Arabia Saudí). Es más sensato esto que andar invadiendo países para cambiar sus regímenes.

El antiguo agente Mark Almond recordaba en The Guardian cómo en los ochenta llevó dinero occidental a los disidentes en Europa del Este y cómo se financiaron aquellos levantamientos de finales de los ochenta, o posteriormente en Ucrania. Fue inteligente ese uso de poder blando. En un Oriente Medio que está viviendo un terremoto político-estratégico desde la invasión de Irak, Líbano no es una mera pieza, sino toda una jugada. Cuando Bush proclama que el mundo "habla con una sola voz a la hora de asegurar que la democracia tiene una posibilidad de florecer en Líbano", y pide una retirada siria "completa", son más que palabras, aunque el objetivo final no sea Líbano, sino Damasco, desde Beirut y desde Bagdad. Ante la presión, el presidente sirio, Bachar el Asad, ha anunciado una retirada "gradual y organizada", sin plazos, y en dos fases: primero al valle de la Beeka y posteriormente al lado sirio de la frontera. Insuficiente, pues los manifestantes, Washington y otros, exigen que las tropas sirias -que en su origen fueron llamadas para imponer la paz- hayan abandonado Líbano para mayo, cuando están previstas elecciones que, en un país ocupado, no serían libres.

La estabilidad no está garantizada, pero no es ése el nombre de la partida en la zona desde la invasión de Irak. Una, o la clave la tiene Hezbolá, el grupo integrista y terrorista apoyado por Siria, y que los opositores piden rompa esos lazos y se una a ellos, pero que se resiste y en cuyas manos está la llave de la violencia. Lo que está ocurriendo se inscribe en un proceso general de fragmentación del mundo árabe. Líbano es un mosaico sociopolítico de difícil gobernabilidad. Es Oriente Medio concentrado, y pese a que en su pasado ha tenido tiempos en que ha sabido sólo vivir en paz, el peligro de caos es real. Por eso no es descabellada la sugerencia egipcia de que la ONU monte una operación militar para acompañar la ya inevitable retirada siria.

Las elecciones que se fomentan desde Washington en el mundo árabe pueden producir sorpresas. En Palestina ganó Abbas la presidencia de la Autoridad Nacional. Pero es Hamás el que está ganando las municipales y veremos qué pasa en los comicios para la Asamblea. En Arabia Saudí, al menos en Riad, por la primera rendija electoral que se abre se cuelan representantes de fundamentalismos más profundos aún que el del régimen que gobierna. Y en Irak han ganado, aunque aún no puedan gobernar, las listas religiosas chiíes. ¿Es razón para no impulsar la democracia? No, claro. Pero el mal ejemplo de Argelia no puede olvidarse. Se abrió la mano al pluralismo y cuando iban a ganar los integristas del FIS en 1991 se dio un golpe de Estado. Siguió lo que fue una larga guerra civil. Si se apuesta por la democracia, hay que hacerlo con todas sus consecuencias, si bien con garantías. Los fundamentalismos musulmanes son más que una larga gripe, pero quizás sean uno de los caminos a la modernización, que no occidentalización, de esas sociedades. aortega@elpais.es

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