Estévez sufre la ley del atletismo
Al español, que fue bronce, le pesaron las dos carreras de la víspera y perdió la plata en la recta final
John Mayock es un honrado atleta británico. Un comemillas infatigable. Un perro viejo. Un veterano de 34 años que lleva más de diez bregándose por las pistas de medio mundo. John Mayock, trabajador infatigable, experto corredor, veterano, astuto, nunca le había ganado a Reyes Estévez, el de la prodigiosa clase, el de los sueños de grandeza, que corrió como un juvenil, que notó en sus piernas, en sus gemelos duros como piedras, el peso de su desafío, que acabó tercero, bronce. Que no pudo con el insuperable Alistair Cragg, como bien se temía, que duda de sus posibilidades hoy en la final de 1.500 metros.
Jorge González Amo, técnico español, ex atleta también, de reconocida sapiencia, había aventurado que el irlandés, el desinhibido Cragg, un chaval nacido en Suráfrica, de abuelos irlandeses y educado para el atletismo en la dura competencia de las universidades de Estados Unidos, trabajaría para convertir los últimos mil metros de Estévez en un infierno, que le daría tirones largos para vaciarle, para quemar sus músculos, minar su moral. Se equivocó. Pero poco. El infierno comenzó a mitad de carrera, en el 1.600.
Hasta el 1.000, cumplido en 2.35m, el ritmo, elevado, lo marcó Carroll, el compatriota de Cragg. Estévez, que se esperaba el juego nacional irlandés, se colocó detrás de Cragg y allí pensaba seguir, pasando vueltas, hasta que llegara el momento de aplicar su demoledor cambio final. Ja.
Carroll y Cragg, y también el austriaco Weidlinger y el británico Mayock, todos los que pelearon al final por las medallas, llevaban en sus piernas una carrera menos. Habían podido relajarse la víspera, descansar, olvidarse de los clavos y jugar con el mando a distancia de la tele en su habitación. Estévez, no. Estévez volvió a Palacio. Volvió al tercer sótano, a la pista de prácticas, a la camilla de su masajista, de Cos, que comprobaba alarmado cómo los gemelos se iban cargando, el efecto devastador de la pista de 200 metros, de tantas vueltas de peralte, cargando la pierna contraria, los clavos, a los que los atletas están menos acostumbrados en invierno.
Los más entendidos no entendían nada. Ponían cara de perplejidad mientras los presagios se iban cumpliendo. ¿Qué intentaba Reyes?, se preguntaban unos a otros. ¿A qué viene esta machada? ¿Es que nadie le había dicho que era imposible, un 3.000 con series y un 1.500 en tres días, que hasta cuando Gebrselassie, que no es Estévez, hizo tal doblete en el Mundial de 1999 en Maebashi, el 3.000 no tenía serie y sólo tuvo una carrera por día? Tenía que haberse quedado sólo en el 3.000, dicen los veteranos. Tenía que haber aprovechado todo el volumen de trabajo del invierno en esa distancia, y habría tenido justificación si no ganaba, porque no es su prueba. Tenía, tenía, tenía... Qué locura, dijeron todos, va contra las leyes naturales del atletismo. Esperaron sólo a media carrera para empezar a sentenciar. Esperaron a ver la derrota en la cara, en el gesto, de Estévez. Antes no lo habían dicho.
El gesto, voluntario, le delató a Estévez en el 2.000, en la mitad de su tortura. "Si no hubiera corrido el 1.500 le habría podido seguir", dijo el propio atleta de Cornellà. Pero no le pudo seguir a Cragg, que corrió a la africana los últimos 2.000 metros, solo, a su ritmo. Y cuando ya lo tenía a 10 metros, Estévez dejó de mirar hacia delante. Dio por perdida la carrera. Torció el cuello, vio lo que venía detrás. Esperó. Lucharía por la plata. Tendría que vérselas con competidores duros, con atletas guerreros. Con el diminuto austriaco Weidlinger, un especialista en obstáculos, con el veterano Mayock, que siempre se las apaña para subir a los podios, para adelantar a los españoles en la última recta -oro en el Europeo en pista cubierta del 98, por delante de Pancorbo y Alberto García; plata en el 92 por delante de José Luis González, bronce en el 2000-. Se las tendría que ver con ellos, pero por un rato más pareció su liebre, su lanzador. Detrás de Estévez viajaron todos, como Estévez había querido viajar detrás de Cragg. Weidlinger atacó de lejos y Estévez, fiel a su trabajo de liebre, se fue a por él, imponente, en la última vuelta. En 100 metros le recortó una ventaja de 20. Se sintió dios de nuevo. Se confió. Se vació y dejó de acelerar los últimos metros, los que hundieron al austriaco. Miró a su izquierda satisfecho. No estaba mal una plata. No miró a la derecha, por donde se le coló, invisible, perro que se agarra a un hueso y no lo suelta, Mayock. "No lo vi", dijo Estévez. "Si le hubiera visto habría adelantado el pecho". Mientras Estévez se machacaba ayer, sus rivales en la final del 1.500 de hoy descansaban en el hotel.
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