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Reportaje:PASEOS

Ayamonte, el Finisterre andaluz

El escritor describe algunos aspectos de la localidad onubense que la convierten en un lugar lleno de poesía y atractivo

La primera vez que vi el paisaje que rodea Ayamonte, en la desembocadura del Guadiana, pensé que la ciudad era un lugar ideal para huir del pasado y para cambiar de vida sin suscitar sospechas, ya que uno sólo tenía que instalarse en una casa encalada y asomarse al río y contemplar el reflejo rojizo de los tejados de Vila Real de Santo António, en la orilla portuguesa. Como muchas otras ciudades fronterizas, Ayamonte me pareció una ciudad hecha a la medida de los prófugos y de los que nunca vivían más de un mes seguido en un mismo sitio. Confundido entre contrabandistas y pescadores, uno podía buscarse la vida de cualquier manera, mientras escuchaba en los muelles las historias que se contaban sobre una mujer tuerta que trabajaba en un burdel de Larache, o sobre la enorme ballena jorobada que un pesquero había avistado en el cabo de San Vicente, y que según todos los testimonios era más grande que el edificio de la Aduana. Incluso llegué a sospechar que el músico Nick Drake, que había pasado uno de los últimos veranos de su corta y atormentada vida en un lugar de la costa española que nadie había sabido identificar, se había instalado en Ayamonte, en aquel verano de 1974 que fue su último verano.

Pero ahora ya no pienso así. Ahora ya no creo que Ayamonte sea un lugar al que se va huyendo del dolor o del pasado -que con frecuencia significan lo mismo en muchas vidas-, ni huyendo del fracaso o de la mala suerte o de la sospecha de que uno ha malgastado su vida. Ayamonte no es un lugar para huir -aunque mucha gente haya tenido que escapar por su frontera fluvial en los malos momentos de nuestra historia-, sino para reconciliarse con la vida y con lo mejor que hay en uno mismo. Hay pocas experiencias más agradables que pasear por el Muelle de Portugal, aspirando el olor a salazón de pescado que flota por la ciudad, mientras el pequeño trasbordador cruza el río hacia la ribera portuguesa. Hay pocas experiencias más reconfortantes que observar el faro de Vila Real desde los cañaverales de la playa de San Bruno, en Isla Canela, cuando empieza a ponerse el sol y un alcaraván llama a su pareja desde un tamarisco. Hay pocas experiencias más gratificantes que comprar un kilo de atún en el mercado de Ayamonte, escuchando esa forma de hablar tan melódica que tienen los ayamontinos, que son los únicos andaluces -que yo sepa- capaces de hablar como si estuvieran cantando un fado. Y sobre todo, hay pocas experiencias tan sorprendentes como encontrarse con el jeep del Cajirón, ese jeep prehistórico que su dueño ha pintado con los colores verdiblancos del Betis, y al que le ha puesto un rótulo en la trasera que proclama con solemnidad: "Voy al carajo". El Cajirón, que lleva un sombrero de ala ancha y se dedica a tocar el claxon en todos los cruces, vive en una casa en la que asegura que se celebran bodas gays. Del Cajirón se sabe que una vez acudió a su propio entierro, igual que hizo Orson Welles cuando fue Harry Lime en El tercer hombre.

A comienzos del siglo pasado, el pintor Sorolla pasó un año en Ayamonte, pintando los atunes epilépticos ensartados en los garfios de los pescadores. Gracias al poeta ayamontino Abel Feu, conozco a muchos habitantes de la ciudad con los que nunca pude cruzarme en su momento. Y por eso conozco a la señora Sulpicio, que pesaba cincuenta kilos cuando salía de Ayamonte, y setenta cuando regresaba de Portugal con el refajo cargado de café. Y conozco al señor Joao Pedro Mourao, que llegaba a Ayamonte desde Portugal con una gran capa negra, bajo la cual era capaz de ocultar hasta media docena de fregonas que pasaba de contrabando al otro lado. Y conozco a los chavales que hacían concursos para avistar a la "alburraca" más grande que flotaba en el Guadiana, ya que las medusas de Ayamonte son tan descomunales que el nombre habitual les viene corto. Y conozco al poeta José Jiménez Barberi, que murió alcoholizado en los años cuarenta, pero que tuvo tiempo de escribir un soneto a Ayamonte que tituló "Ayamonte, mujer andaluza". Y conozco a un abogado jorobado al que la gente llamaba El Baldao, que escribía artículos en un periódico y se carteaba con Juan Ramón Jiménez y tal vez soñaba con escribir un verso que lo hiciera inmortal. Y conozco al tío de Abel Feu, el pintor Antonio Gómez Feu, que era sordomudo y se comunicaba con frases escritas en papelitos, y que vivió siempre soltero porque sus padres no le dejaron casarse con una muchacha que había conocido en la Escuela de Sordomudos, y que un día se fue a vivir a Barcelona, donde pintó unos cuadros muy bellos y muy extraños que todavía no han alcanzado el reconocimiento que se merecen.

Todos los ríos son metáforas de la vida, y todos los ríos, como cantó hace mucho tiempo Jorge Manrique, van a dar a la mar, que es, bueno, ya sabemos lo que es. Pero si uno ha visto la luz canela del amanecer en la desembocadura del Guadiana, y si ha visto la bajamar en Isla Canela, cuando una gran lengua de tierra se trasforma en una laguna por la que se deslizan las siluetas temblorosas de los bañistas que buscan coquinas, y si ha visto el vuelo de las garcetas sobre las salinas, y si ha mirado las luces del poniente que se pierden tras el largo espigón que construyeron los portugueses en la otra ribera, entonces uno se sabe reconciliado con la vida y complacido por la vida. Así que uno, después de mirar a los pescadores que se dedican a practicar la variante andaluza de la meditación zen -que es la pesca con caña desde un puente-, llega a la tranquilizadora conclusión de que ya no quiere huir de nada.

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Parador de Ayamonte. Está construido en el emplazamiento del antiguo Castillo. La vista sobre el río es incomparable. Una vez, tomando un té mientras leía el periódico en la terraza, se me acercó un señor muy flaco que me preguntó, con un acento vagamente eslavo, si yo era "herr Hassloch". Me alegró que me hubiera confundido con un espía.-Trasbordador (Muelle de Portugal). Los ayamontinos llaman "canoas" a los transbordadores que cruzan el río. Desde que se abrió el Puente Internacional, en 1991, el tráfico ha disminuido mucho, pero la travesía vale la pena.-Palacio de los Marqueses de Ayamonte (Calle San Francisco). Es la residencia del pintor Florencio Aguilera, que organiza en verano conciertos de música clásica en el hermoso Patio de la Jabonería.

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Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es escritor. Autor, entre otras muchas obras, de Mono aullador (III Premio Ateneo de Sevilla de Poesía).

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