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Columna
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Eduardo Benot

Una de las consecuencias de la "discontinuidad cultural" (Azaña) de este país, de su secular tejer y destejer, es la facilidad con la cual han caído en el olvido más injusto personajes, en su momento, de una relevancia admitida hasta por sus adversarios. La nómina de los postergados del laberíntico siglo XIX, sin volver más atrás, produce pena y casi indignación. ¡Son tantos! Meditaba sobre este innegable hecho el otro día en Sevilla cuando, al pararme delante de la librería del editor Padilla, aludido en mi columna anterior, me sorprendió la presencia en el escaparate de una edición facsímil de Prosodia castellana y versificación (1892) de Eduardo Benot, publicada por el mismo Padilla (con prólogo de Esteban Torre) en 2003.

¿Quién -aparte de los especialistas- recuerda hoy a Eduardo Benot? Es lamentable porque aquel hombre de pro, nacido en Cádiz en 1822, fue uno de los españoles más cultos, más polifacéticos y más enérgicos de su época: dramaturgo, matemático, filólogo, autor, además del título citado, de Arquitectura de las lenguas y de cuatro exitosas gramáticas (francés, alemán, inglés, italiano) que ponían el énfasis sobre el idioma hablado, diputado a Cortes, senador y ministro de Fomento del segundo gobierno de la República de 1873 -hasta el final de sus días Benot sería republicano acérrimo-, fundador del Instituto Geográfico y Estadístico, miembro de la Real Academia, y hasta algo poeta. Benot fue... mucho Benot. Apoyó generosamente, además, a los jóvenes escritores que empezaban su labor en vísperas del nuevo siglo, entre ellos los hermanos Machado. Y, no contento con ser sólo estimulador de vocaciones, colaboró él mismo en las revistas que empezaron a pulular a partir de 1898, por ejemplo Vida Nueva -de título tan simbólico-, Electra y Alma Española. Son los momentos en que, después de la humillante derrota a manos de Estados Unidos, suenan en todas partes las palabras "renovación", "regeneración" y hasta "rehabilitación", y en que algunos, en vez de ver en la pérdida de las últimas colonias el finis Hispaniae, perciben que puede ser, al contrario, el inicio de otra aventura: la vuelta a Europa.

En noviembre de 1903 Benot publicó en Alma Española un artículo espléndido, "Gobiernos que no gobiernan", que da toda la medida del hombre. Indignación profunda ante el espectáculo, nunca olvidado, de la corte de Isabel II (¡las llagas de Sor Patrocinio como sistema gubernativo!); convicción de que España será republicana o no será; urgencia de una revolución que ponga fin "a la interinidad en que el país se encuentra, que es una serie inacabable de perturbaciones, tiranías y represiones"; certidumbre de que, ante el abandono, durante tantos siglos, de la ciencia, España se siente ahora "con los bríos de la invención y del progreso"; necesidad imperiosa de un sistema de enseñanza "que nutre los entendimientos con la savia del porvenir". Noble este grito casi postrero, este cri de coeur, de Eduardo Benot, que murió cuatro años después, en 1907, a los 83 años, sin ver el regreso de su República tan añorada. Fue muy llorado y luego muy olvidado. Precisa ahora su recuperación.

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