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FÚTBOL | 25ª jornada de Liga
Columna
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Primero la geometría, ahora la ecología

Santiago Segurola

Una cosa es la geometría y otra la ecología. Puede que el Madrid, por razones derivadas de su propio prestigio, haya sido un equipo con tendencia a la descompensación. El ataque ha prevalecido históricamente sobre la defensa y en la búsqueda del ataque se ha alterado el equilibrio del sistema. No sólo es una cuestión de dibujo, sino de los protagonistas del dibujo. A la abundancia de futbolistas de ataque añade el Madrid a dos laterales como Roberto Carlos y Salgado, a los que apenas se les ha protegido con una red de seguridad en el medio campo. Es una manera de ver la vida. Esto ha sido más notorio en los últimos años, durante la presidencia de Florentino Pérez. La llegada de un crack ha supuesto casi siempre el desalojo del típico especialista en trabajos de intendencia. No tenía mayor importancia si eso cuestionaba el dibujo. Era más relevante la presencia de Zidane que su extraña ubicación en la banda izquierda, donde nunca ha sido feliz. La apoteosis de la descompensación se produjo cuando el Madrid fichó a Beckham y recibió un dinero parecido por el traspaso de Makelele al Chelsea. Una celebridad mediática sustituyó a un riguroso especialista defensivo que no vendía una camiseta.

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El Madrid ha sido muy consciente de sus desequilibrios. En su deliberada búsqueda de figuras mundiales, se han desestimado ciertos valores básicos -el orden, por ejemplo- para favorecer el fulgor del equipo. El club interpreta esta política como un monumento a la heterodoxia creativa. A otros les parece un alegre y pomposo suicidio. Sin embargo, no siempre es suicida la idea de la descompensación, siempre y cuando los jugadores tengan la posibilidad de exprimir sus mejores cualidades. En el Madrid eso ocurre cuando Roberto Carlos vuela por la izquierda, cuando Zidane encuentra sitio para crear juego y aprovechar líneas de pase, cuando Figo desborda por las alas, cuando Beckham puede producir algo desde la derecha, cuando Guti puede elaborar y mezclar el juego corto con pases profundos a Ronaldo, cuando Ronaldo dispone de media docena de oportunidades para explotar su velocidad, cuando Raúl gravita en el último tercio del campo para apoyar el juego y para aprovechar su astucia en el área. Cuando, en definitiva, cada uno está en su sitio, hace lo que mejor sabe y marca la diferencia. Para eso son figuras. Otra cosa es que haya dudas sobre su vigencia. Pero si existen esas dudas es mejor no sacar a estos jugadores del papel que se saben de memoria. Conviene mantenerlos en su hábitat.

En Riazor, el Madrid añadió un problema muy grave a sus viejos desequilibrios. Sus defectos geométricos fueron multiplicados por algo parecido a la alteración ecológica. Si en el fútbol existiera el Greenpeace de turno, alguien habría lanzado un mensaje de socorro por todos los atropellos que cometió el Madrid. En un ataque de originalidad, Luxemburgo alineó a un zurdo recalcitrante, Raúl Bravo, como lateral derecho; mantuvo a Figo como volante de ataque, donde su esterilidad como pasador es tan flagrante como su obsesión por conducir la pelota; desalojó a Beckham de la banda derecha para convertirlo en una especie de centrocampista errante -estuvo en todas partes y no tuvo éxito en ninguna-; volvió a penalizar a Zidane en la banda izquierda hasta que se retiró, más aburrido que lesionado; experimentó con una pareja imposible, Owen-Portillo, sin enterarse de que los dos son la misma cosa, oportunistas del área que necesitan de alguien que les suministre ocasiones y eso era imposible porque no había nadie en los costados ni tenían un pasador por detrás. En definitiva, fue un partido en el que Luxemburgo despreció la naturaleza de sus jugadores hasta el punto de colocar al equipo ante la peor de las evidencias: el considerable esfuerzo se tradujo en un patético juego, sin una ocasión de gol. No podía ser de otra manera. El fútbol tiene su ecología y el entrenador del Madrid la vulneró irremediablemente.

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