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Columna
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Fantasmas

Es estupendo que en Madrid un catalán haya fotografiado a unos fantasmas en la ya famosa torre Windsor. Teníamos a los fantasmas muy olvidados y ahora resurgen en todo su esplendor. Hay que ver la de teorías que de este estelar revival circulan por Internet: extraterrestres, espías, saboteadores, ladrones de alto standing, conspiradores, pero también historias de amor y pasión entre ejecutivos, abogados, brokers, intrusos... ¿Quién ha dicho que la imaginación está de capa caída?, ¿quién piensa que las ciudades son lugares regidos por el pragmatismo y la razón, el trabajo y el tráfico, el dinero y la televisión, inmunes a la fantasía o el delirio?

En este siglo ultraplanificado, en que las vidas de millones de urbanitas están sujetas a todo tipo de previsiones estadísticas y personales, basta un sucinto indicio de sospecha e imprevisto para que se desencadenen arrolladoras novelas y narraciones fantásticas. Fantasmas: qué hermosa palabra de cuento de niños. Ésa debe ser la razón de su innegable fascinación cuando lo normal es que la gente ande ocupada en lo prosaico y nos envuelvan preocupaciones como Europa, las infraestructuras, la burocracia o el frío y el tiempo desapacible. La aparición de un fantasma en nuestras vidas tiene un encanto tan indiscutible que, a partir de esa indemostrable presencia, nadie sabe lo que puede pasar.

Lo imprevisible es el secreto del éxito de un fantasma. Dejar sin respuesta las preguntas más obvias -¿por qué?, ¿quién?, ¿para qué?, ¿cómo?- resulta, a estas alturas de la civilización, intolerable. Aunque siempre lo ha sido. Y, así, los fantasmas atraen a masas de personas dispuestas a comprobar con sus propios ojos tamaño desafío.

Mi generación conoció un famoso fantasma que tenía su sede en un cochambroso edificio de la calle de Viladomat de Barcelona. Cada noche, durante semanas, se reunía en la calle, ante el asombroso lugar, una multitud ávida de ver sombras, escuchar gemidos y corroborar así la presencia de un fantasma convencional. Quienes afirmaban su existencia lograron un éxito tan desproporcionado como su falta de pruebas: toda la ciudad estuvo pendiente del fantasma de Viladomat y las crónicas periodísticas de la época dan testimonio de la pasión barcelonesa por los fantasmas.

Efectivamente, el fantasma de Viladomat se diluyó en la nada, pero dejó su huella en la memoria: nadie olvida a un fantasma colectivo. Hoy, aunque un fantasma pudiera convocar multitudes en la calle, el aquelarre de verdad se produce en ese espacio fantasmagórico de la red virtual, y sus efluvios se esparcen sin fronteras posibles hasta el punto de que su realidad toma cuerpo. Y se sitúa, por ejemplo, junto a la fantasmagórica boda de Ronaldo y Daniela: una boda inexistente, dado que los dos contrayentes son todavía divorciados, en la que ha participado un cura, la novia iba de blanco y cientos de invitados presenciaron una ceremonia de ficción pero que ya aparece no sólo en Internet sino en todas las revistas. La boda fantasma tiene tanto éxito como cualquier fantasma. Y hoy, cuando el éxito se mide en dinero contante y sonante, no hay nada menos fantasmagórico.

¿Hay algo más paradójico que esta irrealidad convertida en objeto de consumo real y hasta en negocio? La verdad es que nuestra propia época, tan llena de leyes, reglamentos, normas y técnicas de precisión, tiene un lado canalla plenamente fantasmal. Fue Akio Morita, el fundador de Sony, quien se avanzó a la posmodernidad al defender que "las cosas suceden porque sí". Este desafío a la idea de que el mundo no es un sinsentido que impulsó la Ilustración se plasma en la fascinación constante por los fantasmas, la magia y lo inexplicable. En ese aspecto, la civilización del móvil permanece en la prehistoria. En el Carmel, en cambio, sobreviven los cazafantasmas. Menos mal.

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