Cuando ella murió, nevaba
Me nacieron muriendo, en unas circunstancias muy dramáticas. Ella se moría...y yo también. Los médicos, de acuerdo con los criterios de la época, decidieron que primero ¡había que salvarme a mí! Nací de un sacrificio. Nací, y felizmente nos salvaron a los dos, también a ella.
Desde entonces nos unió el vínculo de la resurrección. Nunca me importó que otros me lo recordaran como un reproche. Era un vínculo silencioso, acorde con la discreción de nuestro carácter, del suyo y del mío.
Le aconsejaron que no tuviera más hijos. Los tuvo, y disfrutó de una salud de hierro. Hasta que la embargó un viento extraño en el que la memoria del dolor parecía tener más peso que el dolor mismo.
Hace unos meses, decidió recorrer el calvario de sus sufrimientos, de los que nunca hizo demasiado alarde. Su salud seguía sin fallarle y, sin embargo, pareció entregar su cuerpo a la salud de aquellos por los que había sufrido. Absorbía el dolor de quienes la rodeábamos, y acabó haciendo de ese dolor su carne.
Leí en algún libro de Coetzee que el dolor es la única verdad y que todo lo demás está sujeto a duda
Pero entre el presente que recuerda y la eternidad hay otro mundo; un mundo de presencias vivas
Todo fue repentino. ¿Una decisión? Murió como habían de hacerlo otros, no ella. ¡Qué similar su muerte a la de mi padre, a quien sí le había fallado la salud a través de un proceso maligno que ella no tuvo! Los dos me han familiarizado con lo terrible, ese suspiro que supieron hacerlo propio, un canto extraño para oídos ajenos.
Me pregunto si hay otro mundo. Escribe François de Chateaubriand en sus Memorias: "Nada desciende para mí al sepulcro; todo cuanto he conocido vive en torno a mí". El recuerdo nos trae a quienes están ausentes, pero el recuerdo nos sirve, configura nuestro presente y apenas si se aparta de él. Aquellos a quienes recordamos no conforman una vida autónoma, diferente a la nuestra y con la que alguna vez podamos coincidir.
Por otra parte, el cielo cristiano no es el lugar del recuerdo, sino un mundo inefable en el que el encuentro se consuma en la comunión de los santos ante la visión beatífica. Pero entre el presente que recuerda y la eternidad hay otro mundo; un mundo de presencias vivas, sólo presencias, a las que amamos y a cuyo ámbito sabemos que pertenecemos.
En ese otro mundo, no es la eternidad la que entra en juego, o no tiene al menos necesidad de hacerlo. Es un presente histórico y prospectivo que nos acompaña, y en el que el recuerdo adquiere una densidad que lo convierte en mundo, esa realidad otra que nos emplaza entre el simple desarrollo y la opacidad de una vida que al mirar adelante observa el rostro de su propia estela. Nuestros muertos, que son nuestras muertes, nos otorgan la experiencia más honda.
En mi vida, ese mundo está cada vez más poblado. Y ese mundo me acompaña, no me inquieta. Alarga esta mi vida hacia un universo de amor, me vuelve familiar el abismo, abismo que sólo ellos me lo han dado a conocer en su realidad más elocuente. Gracias a ellos, no es algo que sabemos que existe pero que sólo les sucede a otros. Nos lo dan como una realidad que nos pertenece, y al mismo tiempo nos la hacen habitable.
Están con nosotros, no sólo haciéndose sentir con el chasquido de una anécdota que brilla en nuestra memoria; tampoco sólo en el placer de la nostalgia o en la deriva de una melancolía que no sabe hallarlos pero que no es más que la huella de su recuerdo perdido. Están con nosotros como querer, porque quisiéramos volver a tenerlos en nuestra vida.
Cuando ella murió, nevaba. Leí en algún libro de John M. Coetzee que el dolor es la única verdad y que todo lo demás está sujeto a duda. Yo no había roto con ella el vínculo de la resurrección, aquel que nos unió cuando nos nacieron mientras moríamos. Buscaba desconsoladamente entre lágrimas la seda de nuestro afán silencioso. Y nevaba. Los copos, pausados, caían leves hasta desvanecerse.
Hay algo feliz en ese regalo de blancura que asociamos con la pureza o con la infancia. O que lo percibimos como un don, un don gratuito. Pero un mundo nevado es la imagen misma de la muerte, y es también la imagen misma de la belleza. No sé por qué, aquellos copos mitigaron mi desconsuelo. La naturaleza parecía estar acorde con ella y ofrecerme al mismo tiempo su mensaje secreto.
Extraña intimidad de la belleza y la muerte. ¿No es aquélla la promesa de la resurrección de lo que ésta consume? Yo la había visto morir a ella en una muerte suave que no había olvidado sus garras a pesar de todo. Temía volver a ver sus destrozos. Sin embargo, en la pureza de la nieve, ella me ofreció una vez más su serena belleza. Parecía tener mi misma edad. Ella es mi madre.
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