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Columna
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La tristeza del tigre

José Luis Ferris

Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Damas y caballeros. Disculpen las molestias. No figura en mi lista de propósitos incordiar y mucho menos arruinarles el día, pero va en serio que Guillermo Cabrera Infante, el cubanito de Cibara, se nos ha muerto como quien dice ahora en un hospital de Londres sin que La Habana le dispense una simple plegaria, un adiós estampado y urgente, tibio al menos, en medio de los ojos.

Si no recuerdo mal, hace la friolera de cuarenta años que el escritorcito caribeño saltó al ruedo con una novela deslumbrante y diabólica: Tres tristes tigres. Por ella le concedieron el Premio Biblioteca Breve -hecho que supuso su consagración-, pero sobre todo premiaron su rara habilidad con el lenguaje, sus dotes de prestidigitación, sus juegos verbales y un sentido del humor envolvente y profundo. Quienes más han saboreado sus libros, sus cuentos, sus historias, dicen que Cabrera Infante ha hecho música con las palabras, ha encadenado sonidos y momentos, páginas que sugieren, más que nada, sinfonías de muy variada ejecución, imprevisibles siempre, raudas y fugaces en muchos casos o melancólicamente pausadas, lentas, en otros.

Y luego está lo del cine, créanselo; una pasión en toda regla que dejó bien cumplida en varios libros y en miles de artículos publicados aquí y allá desde 1954. Pero, miren por dónde, yo me quedo con la vida, con ese redoble arrebatado que resuena en las páginas de La Habana para un infante difunto (1979), Mea Cuba (1992) o Ella canta boleros (1996). Ahí están los grandes temas: la amistad, la lucha por salir de la miseria, las pequeñas traiciones, la seducción, el amor, el desarraigo o la misma muerte. Su enfrentamiento definitivo con Fidel y su régimen llegó en 1965. Desde entonces vivía en Londres. En 1997 le concedieron el Premio Cervantes y el 21 de febrero de 2005 moría en el Charing Cross Hospital de la capital británica. No es por incordiar, pero mucho me temo que ese sonido quejumbroso no procede de una puerta. Es la tristeza del tigre, no lo duden, insomne y pertinaz, larga como un gemido en la noche.

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