Adiós, Madrid Rock
Hubo un tiempo en que muchos pensamos que la música lo era todo o, al menos, capaz de todo. No me refiero a los rebeldes de los sesenta, sino a los que comenzamos a comprar discos a finales de los ochenta y viajamos durante la década siguiente con un discman en el bolsillo. Somos la generación que más música ha escuchado de toda la historia, protagonistas de un idilio sin precedentes. Ese enamoramiento nos ha hecho entender, en estos momentos de cambios y nostalgia, que para querer a la música no basta la música. Se necesita un objeto y un lugar de deseo.
El mes que viene cerrará Madrid Rock, la tienda más grande y emblemática de nuestra ciudad dedicada únicamente a la venta de discos y cine. Tras 24 años recibiendo a más de mil personas diarias y devolviéndolas a la Gran Vía con sus bolsitas naranjas llenas de expectativas, el local no puede asumir las pérdidas provocadas por la piratería y echará para siempre su cierre metálico. Una clausura así de simbólica e importante no sólo nos arrebata un mítico lugar donde comprar entradas de conciertos, discos y DVD, sino la idea de que la crisis musical no iba con nosotros. La manta e Internet nos proporcionan más música de la que jamás hubiéramos imaginado, sin más peaje que algo de mala conciencia, pero el adiós de Madrid Rock nos confirma que no sólo la industria ha perdido con los nuevos tiempos.
En un principio los discos piratas de la calle o la música bajada de Internet se recopilaban en un CD. La calidad sonora respecto al original podía ser la misma, pero prescindíamos del folleto interior con las letras, fotos y créditos. Hoy el propio CD es ya historia. Los MP3 y el fenómeno en expansión del Ipod de Macintosh, un aparato del tamaño de un paquete de tabaco y con la mitad de su grosor capaz de almacenar hasta 10.000 canciones, han terminado con el CD como soporte. La música no tiene fisonomía, e inevitablemente se desvanece nuestro sentimiento de posesión y de cariño si no existe un disco que poder sujetar en la mano, darle nuestro aliento.
Las facilidades para intercambiarse digitalmente discografías enteras entre amigos o para bajarse 24 horas al día canciones de Internet gracias al ADSL, desvirtúan el antiguo concepto de colección musical. Ahora nuestro repertorio no aumenta poco a poco, coloreando nuestras estanterías con el perfil de los discos, sino que la nueva tendencia consiste en almacenar música compulsivamente. Mientras que antes en cada disco habíamos depositado un propósito, un sentimiento, una época, ahora ni siquiera sabemos con qué álbumes contamos. Escuchamos mucha más música pero la queremos menos. Los discos pasan sin mácula por nuestros bolsillos, nuestros aparatos digitales y nuestras almas. El inminente cierre de Madrid Rock nos ha hecho comprender que no son sólo las compañías discográficas o los cantantes quienes están sufriendo la crisis musical. Hasta ahora escuchábamos sus lamentos sin compadecernos, pues su penuria económica era nuestra bacanal musical, pero nos hemos equivocado. Los artistas y las productoras pierden dinero, pero nosotros nos quedamos sin historia de amor al desaparecer primero el objeto, y ahora el lugar donde querernos con la música.
Con los discos, como en el sexo, a veces se disfruta tanto con el preludio como con la consumación. Internet nos ha ofrecido una orgía musical que al principio celebramos pero que, poco a poco, nos hemos dado cuenta de que ha acabado con el romanticismo de la escucha entregándonos directamente, sin preámbulos ni flirteos, al orgasmo de la canción. Con los CD o los discos la excitación comenzaba en el instante de entrar en la tienda de música, con su extenso mosaico de portadas guiñándote desde las estanterías, el hilo musical sugiriendo una novedad, los compradores silenciosos escarbando con dos dedos entre los plásticos en oferta... Y, minutos después, la emoción de rasgar el irreductible precinto, la salivación neuronal al ojear las letras y aguardar el momento de exponer el espejo al sol del láser.
Madrid Rock cierra la última de las ocho tiendas que poseía en España. Se acabó el cortejo sonoro por sus pasillos blancos y naranjas, los grandes pósters de su fachada, los libros que acababan de ofrecerse en el piso de arriba. Con la despedida de la tienda de Gran Vía, Madrid pierde un símbolo, y sus habitantes, la última inocencia musical.
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