Las dos máscaras de Hitler
Hitler es Alemania, Alemania es Hitler": es lo que ha anunciado a bombo y platillo la propaganda nacionalsocialista durante los últimos siete años, y los críticos y enemigos de Alemania de todo el mundo lo admiten sin discusión.
Ante esta afirmación no se puede uno encoger de hombros, aun cuando la oposición alemana, los emigrantes alemanes y los círculos proalemanes de izquierdas tiendan a pasarla simplemente por alto. Independientemente de a cuántos alemanes de renombre les estremezca la idea de ser equiparados a Hitler, sigue siendo un hecho que actualmente Hitler puede hablar y actuar en nombre de Alemania como nadie que le haya precedido en la historia universal. Y pese a que la toma y el fortalecimiento del poder fueran acompañados de engaño, traición e intrigas, lo cierto es que Hitler, con unos medios más o menos normales, ha sido capaz de convencer a la gente y de ponerla de su parte, ha conseguido muchos más adeptos en Alemania y se ha aproximado al objetivo del poder absoluto más que cualquier antecesor suyo. También está claro que, tras siete años cometiendo atrocidades, Hitler dispone en Alemania de una gran cantidad de secuaces que confieren a su régimen, cuando menos, la apariencia de popularidad y de autoridad real. Todo ello tiene su mérito. Pero aunque sea un hecho que Hitler siempre se ha valido de mentiras, artimañas y amenazas, y que algunos o muchos de sus secuaces se han dejado engañar respecto a sus verdaderas intenciones, hay una cosa que no ha podido engañarles: el peculiar "olor" inherente a su personalidad. Hitler nunca fue capaz de disimularlo con perfumes aromáticos, ni lo intentó. Así que a muchos alemanes debió de parecerles un olor agradable o al menos soportable. Y aunque desde que subió al poder Hitler ha impuesto la obediencia, el entusiasmo, el amor y la admiración mediante amenazas de muerte y tortura, pese a tales amenazas el odio y la aversión no pasan de cierto grado. Al menos, hasta ahora a la mayoría de sus adversarios alemanes Hitler no les parece excesivamente repugnante ni terrorífico.
Un muerto de hambre se convirtió en multimillonario, un simple soplón de la policía militar pasó a ser el jefe supremo del Reich alemán, un residente de un asilo de mendigos vienés devino en el déspota de 80 millones de personas
La instauración del régimen nazi, con todas sus consecuencias, significa para Hitler una carrera social gracias a la cual su vida se volvía equiparable a la del rey de Inglaterra y a la del presidente de EE UU
Al embajador británico le dice, en agosto de 1939, con el gesto de un hombre que observa la vida desde una atalaya filosófica: "Ahora tengo 50 años; prefiero hacer ahora la guerra que cuando tenga 55 o 60"
Hay suficientes razones de peso para entablar una discusión acerca del dicho "Hitler es Alemania". Habrá que averiguar hasta qué punto es cierta esta afirmación. Sin embargo, antes de que podamos dictaminar hasta qué grado Hitler es un fenómeno específicamente alemán, tenemos que investigar las características de dicho fenómeno.
Es urgente tener una idea clara acerca de este punto. Aunque se han escrito ríos de tinta acerca de Hitler, todavía es capaz de sorprender al mundo. Eso demuestra que todavía no se ha encontrado la clave de su personalidad ni de su conducta. Esa clave, sin embargo, está al alcance de la mano, pero nadie sabe dónde encontrarla, aunque cualquier lector de novelas policiacas sepa el escondite.
Teorías sobre el dictador
Casi todos los biógrafos de Hitler han cometido el error de intentar establecer un vínculo entre Hitler y la historia del pensamiento de su época, y de explicarlo de este modo. Han intentado tildarlo de "producto" o "exponente" de tal evolución o de tal otra. Este procedimiento responde, en primer lugar, a la tendencia científica dominante, que tiene su origen en la teoría materialista de la historia de Marx y Engels: el hombre es destronado como protagonista de la historia y su papel queda completamente subordinado a abstracciones semimíticas tales como "las condiciones económicas", "las ideas", "las culturas", "las naciones" y "las fuerzas motrices". En segundo lugar, los adversarios de Hitler se sienten corroborados en su comprensible deseo de describir la personalidad de Hitler como mísera e insignificante, de robarle toda grandeza histórica y de pintarle más o menos como un corcho flotando sobre una ola. Ahora bien, en lo relativo al carácter de esa ola, todo son chirlas. Según la interpretación más ingenua, Hitler no sería más que una pieza de ajedrez de los militares alemanes y de las camarillas capitalistas, que aprovechan su demagogia para enmascarar sus propios planes de guerra y sus transacciones comerciales. Otras teorías pretenden demostrar que Hitler ha alcanzado su actual posición, por así decirlo, automáticamente y sin merecerlo. Las causas que se mencionan son, entre otras, la decepción de las clases medias alemanas empobrecidas por la inflación de 1923, la desesperación de los patriotas alemanes por el Tratado de Versalles y su revisión demasiado lenta, así como el miedo al bolchevismo.
Nada de esto es convincente. Todo intento de considerar a Hitler como un ténder acoplado a la locomotora de una idea o de un movimiento provoca que la gente se quede sin respiración cuando ese ténder, evidentemente por sus propias fuerzas y arrastrando a todo el tren de Alemania, de repente rueda en otra dirección. De ahí que la gente se irritara cuando Hitler, el "patriota", "nacionalista" y "racista", convirtió sorprendentemente en apátridas a los alemanes del sur del Tirol e incorporó a su imperio a millones de checos polacos, o cuando Hitler, el "archienemigo del bolchevismo", firmó el pacto con Stalin y dejó gran parte de la Europa oriental en manos de los bolcheviques. La gente se desconcertará igualmente cuando el imperialista Hitler, en un momento táctico, se revele como federalista y pacifista. Poco a poco el mundo va vislumbrando que Hitler no cumple su palabra. Muchos no entienden todavía que Hitler no se siente vinculado a sus objetivos anunciados públicamente, a su programa ni a sus ideas. Por eso logran tan poco los que quieren combatir a Hitler arremetiendo contra su "programa" del momento y su "filosofía" actual. En cuanto comprueben que es un nacionalista radical, se comportará como un precursor de los Estados Unidos de Europa; en cuanto se haya demostrado que es un asesino de obreros, mandará matar también a los capitalistas. Ciertamente constituye una empresa desesperada intentar clasificar a Hitler dentro de la historia del pensamiento y degradarle a un episodio histórico; esto sólo puede conducir a peligrosos errores de cálculo. Mucho más prometedor es el intento de juzgar a Hitler considerando la historia alemana y europea como parte de su vida privada. No hay por qué avergonzarse de este punto de vista. Es una de tantas posibilidades y sería una suerte que nos ayudara a resolver el enigma de Hitler (si tuviéramos que avergonzarnos de algo sería de considerar a este hombre un gran peligro y de tener que esforzarnos por sondear su carácter).
Conocer la Historia
Los acontecimientos históricos de los últimos veinte años -primero en Alemania y luego en Europa- no sólo han cambiado el mapa de Europa y sus cimientos intelectuales y morales, sino que también han provocado que pueblos enteros hayan perdido su libertad, su honor y su civilización, y cientos de miles de hombres su vida. No sólo han supuesto un peligro mortal para la tradición cristiana de Europa, han destruido la Sociedad de Naciones y han echado por tierra aquellos convenios tácitos que se basaban en la buena fe y en la confianza mutua y que, en la época anterior a la Sociedad de Naciones, hacían que las naciones europeas coexistieran sobre la base del respeto mutuo, sino que además han puesto a una de las principales civilizaciones del mundo en peligro de ser exterminada. Al mismo tiempo, estos acontecimientos han hecho posible que un tal Hitler, procedente de un estrato social en el que el obrero temporero alternaba con el profesional del crimen, ascienda a la esfera de los caciques coronados y de los primeros ministros. Un muerto de hambre se convirtió en multimillonario, un simple soplón de la policía militar pasó a ser el jefe supremo del Reich alemán, un residente de un asilo de mendigos vienés devino en el déspota de ochenta millones de personas, un desclasado que era despreciado por todos llegó a ser el ídolo de una gran nación. Sería asombroso que esta carrera de un hombre que lo ha alcanzado todo no fuera mucho más importante que los otros acontecimientos estrechamente vinculados a su ascenso. Entenderemos mucho mejor las hazañas de Hitler si tenemos clara una cosa: la instauración del régimen nazi en Alemania, con todas sus consecuencias, significa para Hitler una carrera social gracias a la cual su vida, que amenazaba con depararle el descenso desde la pequeña burguesía a la plebe, se volvía de repente equiparable a la del rey de Inglaterra y a la del presidente de los Estados Unidos de América.
Se trata de un proceso único e irrepetible, que no es comparable con las casualidades inofensivas y frecuentes por las que algunas personas de la clase obrera o de la pequeña burguesía han adquirido dignidad y categoría. En estos casos se trata de carreras personales: el trabajo, el éxito, un cargo de un nivel medio y luego otro de un nivel superior y, finalmente, como remate, el poder: un poder transmitido legalmente. Nada sería más superficial que comparar a Hitler con tales personajes conocidos por todos. Hitler empieza cayendo en picado y prosigue esa evolución. El hijo de un pequeño aduanero fracasa en sus ambiciones artísticas: ¡el primer golpe de su vida! En lugar de pintor artístico, se hace pintor de brocha gorda, y cae inmediatamente de la burguesía al proletariado. Y ni siquiera ahí es capaz de asegurarse el puesto. Es un mal trabajador y un peor compañero. Más adelante, sigue cayendo hasta convertirse en un mendigo. Los residentes del asilo de hombres de Viena le ponen el apodo de "Ohm Kruger". Su segunda derrota. Luego estalla la guerra: la salvación y el último refugio de tantas existencias fracasadas, pero ni siquiera la guerra salva a Hitler. Tras cuatro años de servicio en el frente, no pasa de ser cabo segundo. Su tercer fracaso. Sus superiores consideran que no le pueden ascender; su carácter no permite siquiera que le confíen el mando de la unidad de tropas más pequeña. Al terminar la guerra, dado que en la vida civil no hay sitio para él, se queda en el ejército, en la posición más baja, denigrante, peor pagada y despreciada por todos: la de soplón, cuyo cometido es fisgonear.
Soplón y delator
Examinemos minuciosamente a Hitler en esta etapa. Es el momento crítico decisivo en el que se desata la gran maldad que hay en él, es el comienzo de una carrera personal sin precedentes, a la que Alemania, Europa y el mundo entero han de pagar también un precio sin precedentes. Al mismo tiempo, es lo mas bajo que puede caer una persona: el soplón y delator profesional ocupa un peldaño aún más bajo que el profesional del crimen. La vida y la sociedad siempre habían arrinconado a Hitler. Primero la burguesía le expulsó de su comunidad y, luego, el proletariado; finalmente, la plebe le escupió de su hampa para enviarle al inefable Acherón. Esta triple condena de la sociedad es una prueba demoledora de lo que realmente vale este hombre. Porque ocurre, con mucha menos frecuencia de lo que admiten los novelistas, que los caracteres nobles, sensibles y bellos sean arruinados por la vida. La vida casi siempre rechaza a los caracteres malvados, corruptos, feos e imposibles, a los tullidos morales y a los descastados. Éstos no conocen los verdaderos valores de la vida. No saben trabajar, son incorregibles, no son capaces de despertar amor, ni tampoco -huelga decirlo- de amar a nadie. Además de la bancarrota social de Hitler, tenemos que considerar también su completa bancarrota en materia de relaciones amorosas, si queremos juzgar correctamente a ese hombre que, en una buhardilla de Múnich, enseña a los ratones a saltar en busca de migas de pan y que, con esta diversión, se entrega a salvajes y sangrientas fantasías en torno al poder, la venganza y la aniquilación. Es una imagen terrorífica, y estremece la idea de que pueda aparecer un segundo Hitler de entre la escoria de las grandes ciudades, de las filas de los traperos, los ladrones y los soplones de la policía, de los mendigos y los rufianes: un hombre que, impulsado por la más profunda decepción y por la voluntad de poder, llegue hasta lo más extremo; un motor dotado de una increíble fuerza de atracción que, finalmente, con un solo movimiento de mano, sacrifique el mundo entero a su yo personal y asocial, como hizo Eróstrato en Éfeso.
En eso consiste la grandeza indiscutible de Hitler. El proscrito, impulsado por una fuerza perversa, está absolutamente decidido a sacar a relucir todos los atributos malos y asociales por los que ha sido proscrito por la vida y a hacerse el amo del mundo. Está dispuesto a subir a lo más alto, en lugar de descender o de someterse, en lugar de corregirse "empezar una nueva vida", en lugar de volverse un revolucionario y ascender desde el último peldaño en el que se halla: está decidido a ser el más grande, ¡pero de que forma tan ruin y nauseabunda!
Es característico de la desalentadora superficialidad del actual pensamiento el uso de la palabra "grandeza", que designa una cantidad y no una cualidad, como una expresión de reconocimiento equiparable a "belleza", "bondad" o "sabiduría". Lo que hoy es grande se convierte casi automáticamente en bueno y bello. Pero eso no tiene por qué ser así. Por ejemplo, los estadios y las salas de congresos construidos por los nacionalsocialistas son increíblemente grandes e increíblemente monstruosos. Asimismo, Hitler es "grande" e increíblemente trivial. Es hora de que reflexionemos sobre estas expresiones y no nos quedemos pasmados de respeto ante la grandeza, como si fuera el alfa y el omega, como si un criminal "grande" no mereciera un castigo diez veces mayor que uno pequeño.
Examinemos al soplón de Hitler. Un hombre sin familia, amigos o profesión, sin educación ni formación, un malvado niño adulto a quien nadie quiere ni aprecia, por el que nadie se interesa, un hombre que tiene un carácter extraño y desagradable, un amargado y testarudo que se aferra a los personajes teatrales, egoístas y "solitarios" del mundo de Makart y Wagner, y que, pese a todo, añora la vida de un héroe de la opera. Hitler está imbuido de un misterioso y solapado complejo de inferioridad que alimenta un amor propio salvaje y un odio salvaje al mundo, en el que nunca ha podido imponer su voluntad y que nunca ha amado ni respetado su singular carácter; un odio salvaje a los artistas, que nunca han reconocido sus cuadros, a los dirigentes sindicales, que no han querido prestar atención a sus discursos políticos, a todo el estado austriaco, que le internó a él, Adolf Hitler, en un asilo, a los judíos, que tenían hermosas amantes, mientras que él no era amado por ninguna mujer, a los hombres influyentes y a los oficiales nobles, que le despreciaban. Algún día, todos ellos se la pagarían: los obreros organizados y los judíos, los artistas y el Estado austriaco. Y entonces no sólo tendría coches y villas, aviones y trenes privados, sino que además intercambiará saludos por telegrama con los reyes.
Pero eso sólo son nimiedades. Organizará torneos como los protagonistas de los libros que leía en su juventud y hablará desde una tribuna a las masas y a sus secuaces, que le aplaudirán enfervorizados, entrará triunfante en las ciudades conquistadas corno los emperadores y las reinas de los cuadros de Makart, jugará hoy con construcciones y mañana con soldados, como un niño malcriado y omnipotente, y desencadenará guerras como quien lanza fuegos artificiales... En sus ensoñaciones infantiles, este haragán de treinta años que ha sido postergado por la vida se imagina llevando la vida de un gran hombre. A los cuarenta años, como jefe de Estado -así se veía a sí mismo-, sería un soberano absoluto reclamado por el pueblo en apuros; a los cincuenta, haría una guerra victoriosa. Estas especulaciones y su costumbre de considerar los acontecimientos de la historia europea como episodios que adornan su vida privada aparecen expresadas mucho más tarde en algunos comentarios de importancia. Por ejemplo, en el año 1932, furioso e impaciente con Von Papen, declara: "Ya tengo más de cuarenta años, tengo que gobernar ahora". Y al embajador británico le dice, en agosto de 1939 con el gesto de un hombre que observa la vida desde una atalaya filosófica: "Ahora tengo cincuenta años; prefiero hacer ahora la guerra que cuando tenga cincuenta cinco o sesenta años".
A la medida de su persona
He aquí la clave de la política de Hitler. No es el antibolchevismo o el servicio al Estado, ni un ardiente fervor por la "raza alemana", ni la preocupación alemana por el "espacio vital", ni tampoco una teoría cautivadora sobre la organización de Europa, ni ninguna otra cosa que él haya podido sugerir como el norte de su conducta. Pues ¡con qué facilidad ha traicionado, desfigurado y renunciado a cada uno de estos principios preconizados! No habría que haber esperado a que los expusiera o revisara para reconocer que no hablaba en serio. Las contradicciones vacías de las afirmaciones de Hitler demuestran que todo lo que propone y predica no es más que una máscara, un velo. Ni siquiera se esfuerza por reflexionar o por comprender algo. Sin embargo, ¡qué distinto es su tono cuando contempla las cosas como ingredientes de su propia biografía! "Cuando yo emprendí la marcha con siete hombres...". He aquí un leitmotiv. Y una de las locuciones más curiosas que utilizaba como mínimo veinte o treinta veces en sus discursos -a menudo ante crisis decisivas- para aguijonearse a sí mismo y para intimidar a los demás, rezaba así: "La tarea con la que me enfrento hoy -por ejemplo, para encararse con la Sociedad de Naciones, para provocar a Rusia o para importunar a las democracias occidentales- es mucho más fácil que mi anterior ascenso desde la nada. Si entonces tuve éxito, ¿por qué me habría de preocupar hoy?". No parece que fuera demasiado consciente de cómo se desenmascaraba con estas frases. Hay una cosa evidente: el único elemento constante de la política de Hitler es que, por muy imponderable que ésta sea, siempre está confeccionada a la medida de su persona. La exasperación, el ascenso personal y la satisfacción de un afán teatral por ver su propio yo desempeñando numerosos papeles banales de dudoso gusto, son tres objetivos a los que Hitler sacrifica irreflexivamente civilizaciones, naciones y vidas humanas.
Sebastian Haffner
'Alemania: Jekyll y Hyde. 1939, el nazismo visto desde dentro' (editorial Destino). El autor de 'Diario de un alemán' escribió este ensayo en abril de 1940, en su exilio de Londres, tras haber trabajado seis años bajo el dominio nazi, y con tres objetivos: zanjar una discusión, contribuir de forma muy modesta a ganar la guerra y plantear las premisas para una paz duradera. Este libro, que estará en las librerías el próximo 8 de marzo, es una interesante reflexión de un alemán "ario" que captó enseguida la personalidad perversa de Hitler.
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