Un magnate, seguro servidor de Putin
Román Abramóvich, el dueño del club de fútbol Chelsea, se ha convertido en un asiduo en los estadios de Europa, pero sigue siendo un extraño en el continente. El oligarca ruso, de 38 años, gusta de rodearse de otros paisanos emigrantes, residentes en Londres al igual que él, como Tatiana, la hija de Borís Yeltsin, y el tercer esposo de ésta, el ex periodista y ex jefe de la administración del Kremlin Valentín Yumáshev.
Abramóvich ha amasado una fortuna que supera los 11.500 millones de dólares, según datos publicados este año por la revista Finance, gracias sobre todo al crudo y a la petrolera Sibneft. Abramóvich, dicen, ha adquirido cuatro lujosos yates, el último de los cuales, Secret, tendrá cuatro helipuertos. Además, ha pagado más de medio millón de libras por un Boeing 767, al que ha hecho decorar en Suiza y ha equipado con un sistema antimisiles. Abramóvich, afirman, tiene varias residencias, desde un lujoso apartamento en Londres hasta una mansión en la Riviera francesa, pasando por una hacienda en la campiña británica, otra en las costas de Liguria, en Italia, y un palacete en San Petersburgo.
Abramóvich ayudó a Putin a sortear las intrigas en el proceso de sucesión de Yeltsin, y aseguran que continuó ayudándole después, cuando ya era presidente
Abramóvich se pasea hoy más por los campos de fútbol europeos en busca de fichajes para el Chelsea que por Rusia, pero sigue vinculado a la política de su país en tanto que gobernador de la provincia de Chukotka. El magnate, que ocupó el cargo en diciembre de 2000 tras ser elegido con más del 90% de los votos, mostró al principio una preocupación paternalista por aquella región de pastores de renos y buscadores de oro situada en el lejano oriente, a nueve husos horarios de Moscú.
¿Cuándo estuvo Román Abramóvich por última vez en Chukotka? "Es difícil decirlo. Creo que fue en diciembre, pero no estoy seguro". Desde Anadir, la capital de Chukotka, Serguéi Shuválov, del "servicio de política informativa responsable del trabajo con los medios de comunicación", contestaba así la semana pasada a la pregunta que le hice por teléfono desde Moscú. Instado a ser más preciso, Shuválov dijo recordar que el gobernador estuvo en Chukotka en la primavera y también a principios de 2004, a razón de dos semanas cada vez; a lo sumo, un mes y medio de "intenso trabajo".
La presencia de Abramóvich, no obstante, es mantenida viva en la región por el grupo de ejecutivos que administran Chukotka como se administran los yacimientos de gas o de petróleo, con estilo empresarial y por turnos. En la página de Internet de la provincia, el último mensaje del gobernador a sus electores data de 2002. En él, Abramóvich se queja de que el pago de los salarios en las compañías de servicios de la provincia fuera asociado a una borrachera general, compartida por jefes y subordinados. "Mientras la gente no sienta responsabilidad por su vida y la vida de sus paisanos, todos los esfuerzos del Gobierno fracasarán", afirmaba con cierto tono filosófico. El crecimiento económico de Chukotka, decía, no se debe a factores económicos, sino que procede de "inyecciones artificiales de los contribuyentes en la región". Efectivamente, Abramóvich pagó impuestos en Chukotka, pero el balance fue más positivo para él que para la región. El gobernador estableció un régimen fiscal privilegiado en el que medraron firmas comerciales vinculadas con sus intereses. La petrolera Sibneft vendía a precio de saldo el crudo a compañías locales, y éstas, a su vez, lo revendían mucho más caro a las refinerías de Sibneft. El esquema, semejante al que utilizó el magnate Mijaíl Jodorkovski en el territorio de Mordovia, permitió a Abramóvich ahorrarse millones de dólares de forma legal hasta que los paraísos fiscales en el interior de Rusia fueron abolidos a principios de 2004. Según Serguéi Stepashin, el jefe del Tribunal de Cuentas de Rusia, Abramóvich escamoteó 10.000 millones de rublos en impuestos al fisco, usando para ello las ventajas fiscales de la región, y esa suma coincidía aproximadamente con la que pagó por el Chelsea.
¿Cómo ha llegado Abramóvich a ser tan rico sin que surgieran en su camino obstáculos como los que encontró el artífice de la compañía petrolera Yukos, Mijaíl Jodorkovski, hoy en prisión? ¿Por qué el régimen de Putin se ha ensañado con Jodorkovski, que transformaba la riqueza heredada en puestos de trabajo, programas sociales y desarrollo para el país, y permite que Abramóvich desafíe al pueblo ruso con su despilfarro?
La clave para responder a estas dos preguntas puede estar en 1999, cuando los allegados de Yeltsin preparaban una sucesión que garantizara la inmunidad del presidente y la suya propia. Conocedores de las intrigas en torno a aquel relevo afirman que Abramóvich ayudó entonces a Putin, y aseguran también que siguió ayudándole después, cuando ya era presidente.
Televisión insólita
Borís Berezovski, el oligarca exiliado hoy en Londres que en 1995 introdujo a Abramóvich en el Kremlin, contó a la BBC que, cuando Putin llegó al poder, su protegido, alegando actuar en nombre del presidente, le pidió que le vendiera su paquete de acciones del primer canal de la televisión rusa, ORT. Berezovski, que había utilizado el canal para sus fines políticos, asegura que vendió a Abramóvich su parte de ORT a un precio inferior al de mercado y que las acciones así adquiridas fueron transferidas después a aliados del presidente. Hasta hoy, la estructura de propiedad del canal televisivo es opaca e incluye empresas domiciliadas en paraísos fiscales, algo insólito para una televisión estatal.
Abramóvich fue considerado como la cartera de la familia de Yeltsin, y, según fuentes del Kremlin, siguió desempeñando este papel después. Hasta hoy, la política rusa se gestiona en buena parte mediante dinero negro, que se emplea, entre otras cosas, para comprar votos en el Parlamento, para promocionar o hundir a figuras de provincias o para organizar campañas electorales. La existencia de cuantiosos flujos financieros clandestinos entre la política y los negocios no puede demostrarse con documentos, pero fuentes implicadas en estos flujos aseguran que distintos funcionarios de la administración presidencial "piden" a los empresarios que financien los planes políticos, que no pueden ser subvencionados abiertamente con el presupuesto. Jodorkovski acabó negándose a participar en este juego y hoy paga su error. Berezovski quiso imponer sus propios proyectos a Putin y se equivocó. Abramóvich actuó de forma más servicial. Los favores prestados tal vez puedan explicar por qué, ya en época de Putin, Abramóvich se benefició de otra subasta de privatización truculenta, que en diciembre de 2002 adjudicó la importante petrolera Slavneft a un consorcio formado por Sibneft y TNK por 1.860 millones de dólares y desatendió otras pujas más altas.
Por el dinero del magnate se interesa el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, que, según la BBC, le ha demandado por su presunta responsabilidad en el impago de un crédito de 17 millones de dólares, del cual cerca de 20.000 se destinaron a tratamientos cosméticos de la señora Abramóvich. Los que menos interesados parecen en la fortuna del magnate son hoy los hinchas del Chelsea, que, como antes los chukchi, disfrutan temporalmente de los caprichos de un nuevo rico con pretensiones de filántropo y mecenas.
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