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Tribuna:REFERÉNDUM EUROPEO | La opinión de los ciudadanos. La campaña
Tribuna
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Europa, Europa

Pertenezco a una generación que no se encontró con Europa hasta su tardía juventud. Para nosotros Europa era entonces una referencia en el manual escolar de geografía, pero la historia de Europa no la conocíamos. Oímos hablar de Francia, de Inglaterra, de los Países Bajos, de Alemania o de Italia. Eran escenarios escolares de los que rememorábamos las batallas, los acontecimientos dramáticos, las esencias patrias y la vida de los generales, soldados o almirantes que habían hecho la historia.

No aprendimos entonces qué era Europa; para nosotros Europa era geografía, pero escuchamos a nuestros mayores que era referente de libertad, de modernidad y la posibilidad de mirar más allá; en una palabra, un territorio de posibilidades. Cuando más tarde conseguimos pasar la frontera y nos internamos en los escenarios franceses, ingleses o alemanes, admiramos y descubrimos sus caminos, como si sus esencias se nos fueran a pegar a la piel. Nuestra admiración por haber estado en Europa era infinita, agradecimos que nos dejaran mirar, andar o hablar por sus calles.

Ser o estar en una comunidad política y compartir una ciudadanía común no son objetivos que puedan definirse de una vez y para siempre

Más tarde el sueño fue hecho realidad; el déficit que teníamos de Europa fue compensado porque ya estábamos, pero estar no quería decir que no siguiéramos siendo lo que ya éramos antes de ser europeos.

Con Europa descubrimos el valor de la interdependencia y la significación de la convivencia más allá de las fronteras nacionales. Pero enseguida nos hicimos cargo de que formamos parte de una estructura sociopolítica que maneja un complejo imaginario: el del bienestar, la seguridad, la libertad y la responsabilidad. Son, precisamente, tales principios los que fundan la imagen de Europa como si esta fuese la tierra prometida. Tanto para los que ya estaban en ella como para los que llegamos después o para los que aún aspiran a entrar. La ciudadanía europea tiene que ver con imágenes de prosperidad, con el desarrollo económico, con la calidad de vida y con el funcionamiento democrático que transpira por su piel.

La pertenencia al club tenía -tiene- sus normas de admisión; aceptarlas supone ingresar en la comunidad de ciudadanos que se rigen por reglas que garantizan un destino común, donde el triple imaginario que acabo de invocar funciona como la salvaguarda de que Europa es posible. Pertenecer, estar en el club, supone aceptar que las fisuras, las escisiones, los problemas que anidan en su seno son partes de la trastienda del sueño europeo.

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A lo largo de los años hemos aprendido que Europa no es una civilización basada en la religión, en la historia o en una lengua común; en otras palabras, que no posee una identidad nacional, que los Estados que la constituyen siguen ejerciendo el control sobre sus estructuras, que el poder de la burocracia o el papel de los gestores ahoga en muchos momentos la creatividad de las propuestas o que la participación de los ciudadanos en sus estructuras de gobierno y decisión es escasa.

Sabemos también que la unión europea es un proceso en construcción, con muchos logros y grandes lagunas, que en algunos aspectos está en edad adolescente, con situaciones desiguales, pero que ser europeo ha dejado de ser un sueño. Hoy, además, conocemos otras cosas; que es una realidad que impone cargas, que trae costes y beneficios, que ni el bienestar, ni la seguridad ni la libertad o la responsabilidad nacen de la nada y que estamos ante una tierra de contrastes.

Hemos aprendido que somos y que estamos, y que ser o estar en una comunidad política y compartir una noción común de ciudadanía no son objetivos que puedan definirse de una vez y para siempre.

Por vez primera en su historia, los instituciones europeas quieren dotarse de normas e instrumentos recogidos en el proyecto de Constitución y éstos, como el mismo sentido de Europa que invocan, define un futuro abierto, plagado de contrastes, que necesitan ser matizados, donde quizá la búsqueda de otro texto deba ser el producto de otra etapa de postadolescencia.

Porque aunar y articular los intereses y las particularidades de veinticinco historias nacionales y cuatrocientos millones de ciudadanos no está hoy al alcance de la política europea con la que habíamos soñado, sino sólo de un proyecto como el que se presenta, que aúna mínimos, generalizaciones, pragmatismo y muchos sueños. Pero esto proyecto confía sobre todo en la tradición democrática que invoca y en la que se reconoce, y no en la perfección de un texto imposible de poder ser escrito hoy en día.

Ander Gurrutxaga es catedrático de Sociología de la UPV.

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