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FUERA DE CASA
Columna
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Las dobles vidas

Cuando Marsé ganó el Premio Biblioteca Breve en 1965 con Últimas tardes con Teresa el barrio del Pijoaparte se llamaba el Monte Carmelo. En aquellos años ya no se volaban las cometas de toscas fabricaciones caseras, con materiales de los recuperados periódicos de los primeros años cuarenta, que venían llenos de noticias y fotografías de los avances de los nazis en los frentes de Europa. El barrio del Monte Carmelo era ya un desastre urbanístico, refugio de los perdedores de la guerra de aquí, de los emigrantes que llegaban de sus naufragios, de sus derrotas, de sus pobres tierras del sur o de las durezas del páramo. Casitas de ladrillo, techos de uralita, humildes residencias en una tierra que, sin embargo, era vecina del fantasioso Parque Güell, de las modernistas torres de una burguesía que buscaba aires puros en la parte alta la ciudad. Entonces Barcelona fue creciendo a golpes de emigración y especulación, como el resto de España. Las descampadas laderas del Monte Carmelo fueron habitadas por "gentes de trato fácil, ensalada picante de varias regiones del país", trabajadores o parados que tenían niños que jugaban "con los pies descalzos: rosa púrpura de mercromina en nerviosas espinillas soleadas". Así lo describió Juan Marsé en su espléndida narración llena de la doble vida de Barcelona, de las vidas duras y de las vidas fáciles, de los marginados y de los burgueses que se estaban inventando la gauche divine. Ilustrados burgueses que hicieron posible una editorial, un premio que convocó a algunos de los hoy imprescindibles de nuestras letras: Luis Goytisolo, Hortelano, Caballero Bonald, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Fuentes, Benet, pequeños y grandes burgueses que supieron mirar más allá de sus salones, de su modernismo, de su art déco y de sus lecturas en francés. Escritores que, como el olvidado Vicente Leñero, creyeron que también los albañiles podían ser los protagonistas de sus ficciones, de su realismo literario. De aquellas historias de literatura y vida, de durezas y fugas, hablábamos el otro día en Barcelona, en un lujoso hotel de modernismo y diseño en el que se celebró el último Premio Biblioteca Breve. Esta vez le toca a una chica de barrio, Elvira Lindo. La escritora, mi vecina de página, mi ex compañera de otros tiempos, otras radios, ya no es aquella chica que creció en los años sesenta en un barrio madrileño en el que todavía había niños que lucían la rosa púrpura de la mercromina en sus soleadas espinillas, ahora es una mujer de éxito, una cosmopolita residente en Nueva York, una triunfadora que, a pesar de sus distancias, no quiere olvidar que al dar la vuelta a la esquina hay gentes que sobreviven con sus derrotas. En medio de la alegría de la celebración de la novela de Elvira, Una palabra tuya -que por lo que nos cuenta recupera la historia de dos mujeres de vida dura, de dos barrenderas que viven al margen de los premios literarios y sus cócteles-, nos recordó Marsé cómo era el barrio del Carmel; cómo se construyó, sin orden ni diseño, en una montaña llena de agujeros. Los políticos que no lo recuerden, los responsables de la modernidad y sus escaparates, que vuelvan a Marsé, que vuelvan a la región de Últimas tardes con Teresa. Pasamos del realismo social a los cotilleos culturales, de la cazalla de los albañiles al whisky de Irlanda, de los agujeros del barrio a las magdalenas de Proust. ¿Quién es capaz de leer cuatro veces En busca del tiempo perdido? Allí estaba, se llama Rodrigo Fresán, argentino / mexicano y residente en Barcelona, barrios altos. Más allá de que hiciera coros con Dylan en Buenos Aires, de sus lecturas de Proust, de sus admiraciones por Fitzgerald, le seguiremos por su novela dedicada al inquietante autor de Peter Pan. También nos enteramos que Javier Cercas, con nueva novela en capilla, es un lector de Proust, en francés, of course. Como la cosa se estaba poniendo muy gran Gatsby, y las chicas se estaban escapando a la busca de sus pijosaparte perdidos, yo también me perdí, regresé a mis calles madrileñas, tan lejos del diseño, tan cerca de Arco.

La gran Feria de nuestras vanidades artísticas estaba a punto. Más allá de los ruidos, las bombas y las cobardías de los miserables, pudimos pasear por esas calles con menos galerías, con más mexicanos, con menos juergas, menos chill outs, pero con las mismas quejas, la misma directora y la misma explosión del arte degenerado de primera clase, de degeneración de clase B y de degeneración off-off. Lo degenerado también tiene sus clases. Los nazis prohibían, o robaban, el arte contemporáneo, el arte al que llamaban degenerado. Será que los nazis de ahora, los que pusieron la cobarde bomba cerca de Arco, también consideran degenerado a nuestro arte contemporáneo. No me extrañaría, están contra lo que se abre, contra la imaginación sin fronteras, contra el Internet, contra los otros. Da igual: no ganaron, no ganarán. La Feria se llenó ya desde la tarde inaugural, la de la visita de la familia real y del presidente mexicano, Vicente Fox, de altura irreal.

Arco, más allá del tequila y de la invasión fotográfica, conserva su salud degenerada, su doble vida. Por un lado, el público que mira, se divierte y no compra. Por otro, las instituciones, los pocos coleccionistas, los inversores que saben que lo degenerado de hoy será lo canónicamente moderno de mañana. Una feria para el mirón que llevamos dentro. Para poder admirar la doble vida hecha pintura de aquella inquietante mujer, Frida Kahlo. Ella es la mejor metáfora de nuestras complejidades. Por un lado, popular, populista, obrerista, comunista de Stalin. Por otro, la selectiva, caprichosa, exquisita, amante de Trostky y también traidora a sus amores, a sus ideas. Las dos Fridas, es una manera sincera de vernos, de mirarnos, de reconocernos en lo enfermo y en lo saludable de nosotros mismos. Arco también es así con sus enfermedades y sus bellezas.

<i>Las dos Fridas</i>, de Frida Kahlo, en Arco.
Las dos Fridas, de Frida Kahlo, en Arco.GORKA LEJARCEGI

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