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Columna
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La acomodación

Más allá de las torpezas relativas a una futura visita de los Reyes, la gira cubana de Manuel Chaves, presidente del PSOE, sirve para ilustrar el extraño modo de hacer política exterior que viene caracterizando al Gobierno de Zapatero. A partir del nombramiento de un embajador de quien cabía augurar cierta sintonía con los gobernantes de la Isla, la trayectoria seguida por España ha estado bajo el signo de la adecuación a las exigencias de la dictadura de Castro, anteponiendo la normalidad en las relaciones diplomáticas a un apoyo resuelto a la oposición democrática del interior. Consecuencia: la retirada de las sanciones de la UE, impulsada desde Madrid, sin obtener ventajas sustanciales, constituyó una victoria en toda regla para la dictadura. Hay que conocer a Fidel: en caso de conflicto en que se siente amenazado real o simbólicamente, se comporta como un mastín, y a la vista de signos de debilidad del adversario no suelta la presa. La Unión Europea dio marcha atrás y él se limitó a reiterarle su más rotundo desprecio.

En esa circunstancia, Chaves acude de inmediato, confirmando el papel asumido por España de intermediario benévolo para que sean limadas todas las aristas. Sería bueno explicar a la opinión pública española cuáles eran las pérdidas materiales sufridas con la situación anterior, de jaque al rey desde Europa a la dictadura castrista, en respuesta a la oleada represiva de marzo de 2004, y qué se espera ahora del respaldo dado al régimen en nombre de la realpolitik. Una ventaja tangible: el puñado de excarcelaciones de presos enfermos. Castro adquiere así un aura de humanitarismo, mientras la gran mayoría sigue en prisión. A pesar de sus buenos oficios, España ni siquiera obtiene la reapertura de su Centro Cultural en La Habana, que tanto costó crear. Chaves recibe a portavoces de la oposición a última hora, y dictamina peyorativamente que están divididos, cosa inevitable si en el grupo figura el curioso disidente-antidisidencia Gutiérrez Menoyo. Sin duda el político andaluz no paseó entre los policías con perros que patrullan por el Parque Central, ni pudo escuchar las lamentaciones de una población cada vez más desesperada ante la inacabable situación de penuria.

Aquí, como en el tema del Sáhara, como en el de Gibraltar, la palabra que resume el estilo gubernamental en política exterior es la de acomodación, recuperando el término utilizado por el historiador José Antonio Maravall para la moral del Barroco. En esta línea, pongamos por caso, si hace falta un responsable de los asuntos culturales árabes, nadie más adecuado que un defensor del islamismo, y mejor aún si es fan del neointegrista de moda Tariq Ramadan. El riesgo consiste en que tal inclinación a adecuar por todos los medios la acción política a lo existente acabe contaminando el tratamiento de las cuestiones de Estado. Zapatero ha dado muestra de una extraordinaria capacidad para mantener una actitud sosegada en circunstancias como el debate sobre el plan Ibarretxe, en las que resultaba muy importante desdramatizar. También de audacia para moverse detrás del telón con tal de agotar las posibilidades de incidir sobre el mismo diablo, por usar el vocabulario de Imaz, que sabe bastante de recibir votos con olor a azufre, o para no cortar los puentes con quienes siguen firmes en su propósito de ignorar la Constitución. En una coyuntura como la actual, resulta preciso tocar todas las teclas.

La única duda, pero no irrelevante, es si detrás de ese despliegue táctico y de imagen hay unas ideas claras para afrontar la crisis y una voluntad firme para sustituir llegado el caso las manos tendidas por decisiones, si consideramos que la Constitución y el Estatuto son algo más que papeles viejos. Dar buen trato a Ibarretxe resulta correcto; declarar públicamente que el lehendakari es "un buen demócrata", amen de ser falso, constituye una hipoteca si en el futuro se hace preciso impedir que consume el asalto a la democracia en Euskadi. Por mucho que insista en la reconstrucción del consenso y en la anticonstitucionalidad del plan, los actos y las palabras de Zapatero pueden ser interpretados como anuncio de luz verde, acompañada de simples reproches, ante lo que pueda hacer Ibarretxe. La mera acomodación sería, en este y en otros casos similares, simplemente suicida.

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