Marín o la información desinformada
Uno de los peligros de ser un progre como Dios manda, es que uno no se da cuenta de cuándo roza las paredes escurridizas del autoritarismo. En la cultura progre está tan claro y tan arraigado que los buenos son los buenos, que aquello que no toleraríamos en la derecha, lo consideramos, en la izquierda, un acto de responsabilidad. Ya se sabe que la derecha es malintencionada por naturaleza, de manera que cuando su actuación política es cuestionable, la cuestionamos con feroz convicción y más feroz contundencia. Pero cuando es la izquierda la que actúa con torpeza, o con opacidad, o directamente con abusivo intervencionismo, todos los mecanismos opinantes del mundo mundial se aprestan a encontrar razones de peso, intrincadas explicaciones de sesudo análisis filosófico, incluso hasta motivos morales para justificar una actuación inmoral. Si la crítica a la derecha es cómoda, agradable y hasta buena para el cutis, la autocrítica se ha convertido, en este paraíso de la plaza de Sant Jaume monocolor, en un ejercicio difícil, arriesgado y altamente incómodo. "Que son de los nuestros", suena por los pasillos de la inteligencia cuando alguien esboza una reacción crítica. Pero "los nuestros" a menudo no son nada nuestros, y por mucho que hayan leído a Marx en sus épocas mozas, a Gramsci cuando decidieron alcanzar la modernidad, y por mucho que ahora sean maduros ex 68 con estilo Toni Miró y con aires de profesor universitario con paciencia bíblica, cuando se comportan como políticos de segunda, habrá que cantarles el tango: "Hoy un juramento, / mañana una traición, / amores de estudiante / flores de un día son".
Aterricemos en el Carmel, con todas las prevenciones a que obliga una auténtica crisis social, siempre mucho más seria que las tonterías que albergan normalmente las crisis políticas. Uno puede crear un terremoto periodístico si va a ver a los de ETA con nocturnidad y alevosa ingenuidad, o puede hacer retumbar los muros de la opinión si se ve con Josu Imaz antes del debate estrella del plan Ibarretxe. Pero todo esto es endogámico, creado por y para la política, más cercano a la retórica de entretenimiento que a la esencia de lo profundo. Sin embargo, cuando sobre la mesa hay una crisis nacida en el agujero del dolor, que sacude un millar de almas con sus fotos rotas, su vida parada en seco, su presente incierto y su futuro aún más nebuloso, todo lo que digamos será poco y, a la vez, será demasiado. La prudencia es, en la crisis del Carmel, una exigencia. Pero no se puede confundir la prudencia con la improvisación, la responsabilidad con el recorte informativo y, sobre todo, no se puede confundir la necesaria dirección política con un burdo y grosero intervencionismo. Más allá de las dimisiones que alguien tendrá que asumir (y sabios habrá que sabrán a quién corresponde conjugar el verbo), y mucho más allá del inicio de todo, hoy la crisis del Carmel tiene dos tiempos: uno, lo que pasó y sus muchos por qué, la mayoría aún sin responder. El otro tiempo, cómo se gestionó, qué se gestionó mal, qué de modo caótico, qué de forma opaca. En este proceso de información difundida pero difusa, con noticias confusas y contradictorias, con los medios de comunicación llegando antes al corazón de los afectados que las administraciones responsables ("lo sé por la TV-3", le decían a Cuní en todos los rincones del Carmel), lo peor ha sido la patita burda que ha metido la política en el agujero social. En este contexto brilla por mérito propio el secretario general de Comunicación, nuestro querido colega otrora azote de la buena información periodística, y hoy intentando justificar cómo se controla a los medios sin parecer que se controlan, que para eso somos progres. Si Enric Marín hubiera sido el de antes y se hubiera visto en la entrevista de Mònica Terribes intentando vendernos una moto invendible de censura informativa, habría tenido un sano ataque de vergüenza propia. ¡Qué mal lo han llegado a hacer! Puedo entender que estén nerviosos, que la piel esté a flor de carne viva, que la susceptibilidad llegue al punto de la histeria, pero a pesar de ello han demostrado que, en la gestión de una crisis, han sido pésimos gestores. Por un lado, mucha información atolondrada, por otro, en peligrosa mezcla, mucha información escondida. Obstáculos de todo tipo -algunos efectuados por la pareja Ferran Mascarell / Ana Belén, convertidos en dueto fantástico municipal-, prohibiciones de acceso a la zona, como si el Ejecutivo se hubiera convertido en poder judicial. Y, por supuesto, todo tipo de presiones para que los operarios fueran de "lengua discreta".
En todo este mosaico de despropósitos, el pecho descubierto del bueno de Nadal tiene algo de romántico. Además, como tarda tanto en acabar una frase y es el rey indiscutible del circunloquio, al final consigue convencernos, no por razonable, sino por aburrido. Pero no sirve de mucho el pecho descubierto a pie de agujero, si detrás del consejero heroico se esconde una tupida trama de equívocos, distorsiones, contradicciones y secretos paranoicos. Porque al final de todo el proceso de humo que nos va echando la Administración para entorpecer la información, lo que queda es la tríada del millón: ¿Qué nos esconden? ¿Por qué nos lo esconden? ¿En qué les afecta lo que nos esconden? Cuando un gobierno teme a la verdad, generalmente es que la verdad entraña monstruos. Si, encima, ese gobierno es de izquierdas, ecosocialista, violeta, republicano y alternativo, pero se comporta como un aprendiz de autoritario, la cosa adquiere tintes de perversa caricatura. En el Carmel hay un agujero físico y tangible en el alma de un millar de personas. Pero en la plaza de Sant Jaume lo que hay, hoy por hoy, es un agujero negro que se está zampando credibilidad, responsabilidad y moral democrática. Veremos si no se zampa, incluso, alguna carrera política.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.